Esta semana arrancaron los no sé cuantos Juegos Olímpicos de la era moderna a semejanza de los juegos que se celebraban en la Grecia clásica en honor de Zeus, el “padre” de los dioses paganos del Olimpo. Pero aquellos juegos tenían un significado religioso, aunque se tratara de una religión que cuando llegó su tiempo, los cristianos rechazaron. Ahora no tienen otro sentido que la exaltación del esfuerzo físico, el culto al cuerpo, como si las personas fueran caballos de carreras, de saltos, de tiro o de carga.

Los adoradores, vividores o propagandistas de estos “eventos”, empezando por los mandamases de las naciones, nos hablan y exaltan las virtudes del olimpismo, del espíritu de superación de los participantes, de su esfuerzo con frecuencia sobrehumano, de su dedicación y entrega total a este deporte multifacético elevado a la categoría de religión del cuerpo. Una religión con mucho músculo pero sin alma, una religión que pretende ser neutra, incolora, inodora e insípida, sin la menor connotación religiosa, aunque a las atletas musulmanas se las permita cubrirse la cabeza con un pañuelo o como se llame, según manda la norma islámica, pero a los cristianos no se les consienta llevar cadenitas con pequeños crucifijos o tener una Biblia a mano.

La religión olímpica también dice ser ajena a las corrientes políticas e ideológicas, sin embargo fomenta hasta el paroxismo de las masas el nacionalismo de cada lugar, el minifundio nacionalista más extremo, como se vio en el desfile inaugural por naciones, como si el nacionalismo, todos los nacionalismos, no tuvieran un origen político o ideológico. Como si los nacionalismos –o sus equivalentes históricos- no fueran la causa de las grandes y pequeñas guerras que ha padecido la Humanidad a los largo de la Historia. De todos modos debe reconocerse que, pese a todo, es mucho mejor que los países diriman sus diferencias en un campo de césped con unos cuantos muchachotes, o muchachitas, corriendo en paños menores tras una pelotita, que en el campo de batalla, que acaba alfombrado de cadáveres.

Pero lo dicho hasta aquí no cierra el análisis, ni mucho menos, dado que el olimpismo se basa, no sólo en la veneración de las facultades físicas de los atletas, sobre todo de los triunfadores, elevados a la condición de semi dioses populares, sino en el espíritu de competición más extremo, de lucha sin tregua frente a los rivales, como los gladiadores del antiguo circo romano, cuyas hazañas hacían rugir a las masas en las gradas. En esta clase de juegos, ahora por supuesto sin sangre, no hay atisbos de cooperación (más allá de la necesaria entre los componentes de un mismo equipo) ni una sola prueba orientada a fomentar esta virtud, ni el bálsamo religioso, ni la fraternidad humana. Tampoco estimulan el crecimiento intelectual de las personas –participantes y público- o los sentimientos espirituales. Tal vez no sea el medio adecuado para ello, pero no está de más señalarlo para situar al olimpismo en su justo lugar, y no elevarlo a los altares.

El olimpismo es pagano por su origen y ateo por su ejercicio. En la Grecia clásica esos juegos empezaron a celebrarse hacia el 776 antes de Cristo en honor el dios Zeus Olímpico y se mantuvieron hasta el 393 de nuestra era, en que el emperador romano Teodosio las prohibió porque se dedicaban a un dios pagano. A finales del siglo XIX, el barón francés Pierre de Coubertin, los fundó de nuevo, con un espíritu claramente masón y totalmente laicista, olvidando que las olimpiadas de la antigüedad clásica tenían un fundamento netamente religioso, aunque se tratara de la religión pagana. El pretexto para descartar la presencia religiosa en este acontecimiento, es el mismo que se aplica en los famosos minutos de silencio para honrar a los muertos: como hay muchas clases de religión y de creencias, y no se puede imponer una en perjuicio de las demás, debe dejarse un vacío –típicamente masónico- para que en su fuero interno cada cual ruegue al dios o espíritu que más le plazca por la causa de que se trate.

Pero esta es una treta propia de los mandiles para eliminar a los creyentes del espacio público. El estado aconfesional por excelencia, EE.UU., celebró un funeral solemnísimo que podríamos llamar ecuménico o plurirreligioso en sufragio las víctimas del ataque terrorista a las torres gemelas, en el que participaron, como todo el mundo recordará, dirigentes muy cualificados de los principales credos y confesiones que actúan abiertamente en aquel gran país. Entonces podemos preguntarnos ¿no podría haber en las villas olímpicas capillas que respondieran a los diversos credos? Así nadie debería sentirse agraviado. ¿O sí? Pues sí. Se sentiría ofendido el propio espíritu olímpico, dado su origen y fervor masónicos. Donde domina esta ideología, no hay espacio para nadie más.

Por último: el movimiento olímpico también quiere hacernos creer que, con los juegos olímpicos se fomenta la paz universal y la fraternidad ente los pueblos, dos conceptos muy socorridos y divulgados por la retórica masónica, pero que se sepa, nunca unas olimpiadas impidieron ninguna guerra, al menos en los tiempos modernos. Al contrario, exacerbaron los sentimientos nacionalistas más extremos que, en algunos casos, colaboraron al estallido de los grandes conflictos armados del siglo XX. Repase el lector, si le apetece, la lista de estos juegos, para cerciorarse de ello.