Cada fiesta nace de nuevo cada vez que se celebra. Constituye una verdadera re-creación, como memorial que es de un conjunto de fecundas interacciones entre el hombre y las realidades más valiosas de su entorno. El hombre es envuelto nutriciamente por las fiestas si las asume de modo receptivo-activo como un encuentro que, en parte, contribuye él mismo a crear.
Toda fiesta, una vez establecida y celebrada, irradia luz sobre el sentido profundo que ostenta cada tipo de encuentro. Esta luz sólo la recibe el que está espiritualmente dispuesto a rehacer el encuentro que dio origen a ese acontecimiento festivo.
En Navidad festejamos el encuentro del Señor que “vino a los suyos” con los hombres bien dispuestos a recibirle. Navidad sella la alianza que Dios había querido establecer con los hombres desde los tiempos de la Creación. Es el gran día del encuentro entre el Dios encarnado y los hombres. Por esta profunda razón, es la fiesta por excelencia, la que fundamenta todas las demás. De ahí su luz peculiar y su belleza inigualable, que irradian su encanto sobre quienes saben compartir la tienda con el Dios que se hizo hombre y habitó entre nosotros.
En la persona divino-humana de Jesús se nos revela la Trinidad
Es decisivo para los cristianos conocer la interioridad de Jesús, pues en ella se nos manifiesta el Padre y el Espíritu de santidad que los vincula a ambos, y se nos revela lo que significa vivir trinitariamente. Sabemos que los dogmas cristianos no son únicamente doctrinas para pensar y aceptar con la inteligencia; son principios de vida para asumir activamente y nutrir con ellos nuestra existencia personal. Vivir trinitariamente significa vivir creando vida de -rigurosamente- comunidad con Jesús, que nos prometió estar en medio de nosotros cuando nos unimos entre nosotros en su nombre y con su espíritu (Mt 18, 20). Vivir trinitariamente equivale a vivir con Jesús en medio de nosotros, vivir en plenitud nuestra vida de personas creyentes.
Consecuencias de este descubrimiento de la vida trinitaria
Jesús nos reveló que Dios es amor incondicional, ágape. Rigurosamente hablando, el mensaje del cristianismo es un mensaje de amor, pero del amor del Padre revelado en Cristo, no otro; un mensaje de entrega y servicio, pero de un servicio generoso como el que realizó Cristo, no de otro tipo; un mensaje de vida comunitaria, tal como la vivió Cristo, no de otra forma.
La existencia cristiana no consiste básicamente en hacer el bien, ser justos y solidarios..., sino en seguir a Jesús, amarle y cumplir los mandamientos por amor a Él, considerado como el ideal de nuestra vida. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15). “El que retenga su vida, la perderá; y el que la perdiere por mí y el evangelio, la hallará” (Mc 8, 35; Mt 10, 39).
Este amor incondicional a Jesús funda una vida interior auténtica. La vida interior no es vida retraída, solitaria, desgajada; es vida en comunión oblativa. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y pondremos nuestra morada en él” (Jn 14, 20-21 y 23). Si, por amor, creamos con Dios una relación de auténtico encuentro, sentiremos vivamente que Él pasa de ser para nosotros algo infinitamente lejano a ser íntimo, lo más íntimo de nuestra realidad personal. Nada nos es más íntimo que lo que constituye el principio de nuestra actividad personal. Es lo que nos reveló San Pablo al decir: “Ya no vivo yo, es Cristo el que vive en mí” (Gál 2, 20).
Si estamos unidos así a Jesús, pensamos con sus conceptos, no con los nuestros. Al contemplar, con esta empatía, la vida de Jesús, advertimos que nuestro maestro, al ir conscientemente a la muerte por amor, nos enseñó que la entrega al dolor y la humillación no es pura negatividad; tiene un sentido positivo y puede enriquecernos como personas. Pensemos, por ejemplo, en lo que significa no escandalizarnos por el “silencio de Dios”.
A menudo sentimos angustia ante una situación y acudimos al Padre del cielo pidiendo ayuda. Y el Padre, para nuestro desconcierto, guarda silencio, parece indiferente a nuestra plegaria. Y tendemos a sentirnos defraudados. Miles de personas reaccionan, entonces, diciendo: “¡No lo entiendo, por tanto, no lo acepto!”, y se encaminan por la vía del despecho, si no del rencor. Por el contrario, María no entendió las palabras de Jesús, cuando éste se quedó en el templo y le dijo a ella y a San José: “¿Por qué me buscabais?", pero ella no se dirigió por la vía de la soberbia, que rechaza lo que resulta incomprensible; vio en esas palabras un mensaje misterioso y se introdujo en ellas, como en una morada, para vivir de la riqueza del misterio que encierran. Recordemos la aguda reflexión del gran Pascal: "Dios se nos revela con suficiente claridad para que podamos creer en Él y con suficiente oscuridad para que no nos veamos forzados a aceptarlo".
La vida orientada hacia el amor es fuente inagotable de alegría
Esta forma transfigurada de ver la vida humana procede de la Navidad, pues la Navidad nos da a Jesús, que encarna a perfección el ideal de la unidad, del amor oblativo. Es, por ello, la gran fiesta de la alegría. Un obispo anciano y achacoso pasó varios años en un campo de concentración siberiano. Durante una de las fiestas navideñas tuvo que compartir una celda lóbrega y gélida con varios reclusos, también cristianos, que, por dar testimonio de su fe, estaban sufriendo ese tormento: frío, hambre y, sobre todo, terror. Estaban unidos entre ellos, y, dentro de sus posibilidades, rezaban en común y se animaban mutuamente. Al final de las navidades escribió una carta, en la que narraba las penalidades sufridas. En una posdata agregó: “Fue la Navidad más alegre de mi vida”. Es chocante esta reacción, pero no estamos ante un perturbado mental, sino ante una persona consciente del valor altísimo de la unidad. La luz y la fuerza le vinieron del Evangelio, en definitiva, de Navidad. ¿Cómo no iba a ser alegre festejar la auténtica Navidad?
Navidad es todos los días para quienes se esfuerzan en vivir a la luz del Evangelio. Aunque nos acosen los recuerdos dolorosos, sobre todo los relativos a estos días, no dejamos de festejar la Navidad, ya que esta fiesta se halla muy por encima de los avatares cotidianos. Los mayores tenemos en la memoria mil heridas, pero ninguna de ellas puede robarnos la alegría profunda de haber recibido la visita del Señor, con todo lo que ello implica: descubrir el ideal de la vida, su sentido más hondo, la capacidad redentora del dolor, el gozo que nos procura todo encuentro verdadero, abrir nuestra vida a las tres personas divinas, que se nos hacen presentes en el misterio de Belén.
Ese niño que ha nacido no tendrá otra meta en la vida que “cumplir la voluntad del Padre”, y, en el momento más angustioso de su existencia, aunque parezca que su abbá –o padrecito– ha desoído su ruego de no beber el cáliz de la Pasión, no dudará en poner su existencia en sus manos. Está seguro de que su existencia entera, con sus aclamaciones y sus rechazos, estuvo guiada por el Espíritu, de modo que su Muerte florecerá en Resurrección y en Ascensión.
Conocedores de estos altísimos misterios, los cristianos vemos cada año en Navidad la venida del Niño como el renacer de una Historia Santa, en la que no sabemos qué admirar más: si la confianza de la bendita María en el momento de su Fiat, o la fidelidad de Jesús a su misión redentora, o la capacidad transfiguradora del Espíritu por esencia Santo que lo eleva todo a las alturas donde el Padre irradia un amor misterioso, cuya grandeza sólo podemos admirar de cerca en ocasiones muy contadas, que son un preludio de eternidad dichosa.
He ahí cómo la Navidad, a poco que la meditemos, se nos transforma venturosamente en Trinidad, donde el misterio se agranda y se convierte en algo indecible que el Poeta santo denominó la “llama de amor viva”.