Una colega me espetaba hace pocos días: "no nos engañemos, es el poder lo que mueve el mundo, no el amor". Había una mezcla de rabia y desengaño en su aserto, que por otra parte tantos harían suyo aunque no lo reconozcan públicamente. En un momento como el que atravesamos la cuestión es algo más que retórica, cuando tanta gente se siente al borde del precipicio y piensa que todo depende de la conjunción de poderes anónimos, o quizás de un golpe de suerte.
Por supuesto, al mundo lo mueven muchas cosas y no todas son precisamente buenas. Sería algo más que estúpido no reconocer que la codicia, el egoísmo y la violencia condicionan la vida de las personas y de los pueblos. Y aun así, el más crudo realismo no puede impedir reconocer que existe algo más. Negarlo sería ceder a un cinismo autodestructivo. De nuevo la epopeya benedictina tiene aquí un papel ejemplar. Cuando las soberbias construcciones del mundo antiguo de desmoronaban hasta quedar reducidas a cascotes, también caló entre la población el sentimiento de que a fin de cuentas el caos conduce la historia y sólo queda como salida el "sálvese quien pueda".
Y sin embargo unos extraños hombres se reunieron para rezar y trabajar en el campo o en el bosque, excavando y construyendo, mientras que otros estaban sentados en el frío del claustro, cansando sus ojos y concentrando sus mentes en copiar penosamente los manuscritos que se habían salvado de la quema. "Ninguno de ellos protestaba (¿será posible?) y poco a poco los bosques pantanosos se fueron convirtiendo en ermita, casa religiosa, granja, abadía, pueblo, seminario, escuela y por último en ciudad". Y así se fue tejiendo la urdimbre que ha sostenido la historia de Europa. La descripción vibrante de aquel momento nos la ha legado el beato John Henry Newman.
El mal siguió ejerciendo su poder, claro está, pero una fuerza de bien que no estaba en los planes de nadie, supo edificar pacientemente, supo crear comunidades y transmitir el tesoro de la tradición. En definitiva movió el mundo para bien. Y la historia reflejada ejemplarmente en el caso benedictino se ha repetido y se repite por doquier. Esta mañana, antes de escribir, leía una crónica (apenas un apunte) de lo que sucede en un rincón olvidado del mundo, Gambella, en el sudoeste de Etiopía. Allí el obispo Angelo Moreschi es acogido por los niños cuando llega en su jeep al grito de ¡Abba Angelo! Y hasta los soldados se cuadran y saludan. Y no por el "poder" del obispo según los cánones al uso, sino por la fuerza de bien que su presencia representa. "Donde está la Iglesia todo se vuelve fértil, dicen los campesinos, incluso el agua se torna más pura". En la zona pulula la guerrilla y aumentan los refugiados procedentes de Sudán, el hambre muerde cada mañana y la sequía parece acorchar todas las esperanzas. Pero allí trabaja Abba Angelo, sus curas, sus catequistas y sus monjas, y esa presencia mueve el mundo de los pobres campesinos de un poblado innombrable aunque las grandes cabeceras de prensa no lo reflejen.
Pero aquí en Madrid podemos encontrar ahora historias semejantes, donde la "caritas", la libertad que se mueve para afirmar el bien del otro, construye historia, genera sociedad, mantiene la esperanza, confunde a los cínicos. Nuestras ciudades pueden ser hoy como los campos medievales, en los que hombres y mujeres movidos por el encuentro con Cristo generan espacios donde se custodia lo humano en medio del vendaval. La historia se repite, el bien construye a despecho de los cínicos.
En un momento de su entrevista "Luz del mundo", Peter Seewald evoca una intervención de Benedicto XVI en Fátima, en la que el Papa pedía que "estos siete años que nos separan del centenario de las Apariciones impulsen el anunciado triunfo del Corazón Inmaculado de María"... y le pregunta si es que con su ministerio profético prevé en los próximos tiempos un "triunfo" clamoroso del amor y del bien. Me parece intuir una sonrisa del Papa al reconocer que "soy tal vez demasiado racionalista" para esperar un gran giro, un acontecimiento clamoroso. "Se trata más bien de que, siempre de nuevo, el poder del mal sea detenido... La Iglesia está siempre llamada a hacer aquello que fue objeto de la petición de Abrahán, que haya justos suficientes para contener el mal y la destrucción. Que crezcan nuevamente las fuerzas del bien". En ese sentido, sentencia el Papa, los triunfos de Dios son silenciosos pero reales.
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