El feliz (y chusco) hallazgo del Codex Calixtinus nos ha descubierto la existencia del electricista Manuel Fernández Castiñeiras, Manolo para los amigos, un plusmarquista del latrocinio que deja chiquitas las hazañas de Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache, la Garduña de Sevilla y demás nombres ilustres de nuestra picaresca.
Además del valioso códice, en casa de Manolo se han hallado varias copias facsímiles del mismo, un puñado de libros litúrgicos antiquísimos, bandejas de plata y más de un millón de euros, diseminados en fajos de billetes; y fuentes policiales aseguran que en los últimos años Manolo se había comprado varios pisos, alguno de ellos al contado, para asegurarse de que su prole no durmiera a la intemperie. Durante casi dos décadas, el bueno de Manolo se ha dedicado a afanar todo lo que pillaba en la catedral compostelana; y, a la espera de que se haga el inventario de sus latrocinios, sólo nos sorprende que todavía no hubiese intentado arramblar con el botafumeiro y hasta con los sillares del Pórtico de la Gloria.
Sospecho que pronto conoceremos sabrosas revelaciones sobre el modus operandi de esta portentosa urraca, que al parecer se paseaba como Pedro por su casa por las dependencias catedralicias y disponía de llaves que le abrían todas las puertas; y que, para predisponer benévolamente al pánfilo cabildo compostelano, asistía a misa diaria en la catedral. Y, al hilo de las revelaciones, se sucederán también las voces que reclamarán una desamortización más o menos encubierta de aquellos bienes del patrimonio eclesiástico que, por su valor artístico, exijan especiales medidas de protección: por supuesto, se evitará el término «desamortización», que suena demasiado crudamente a despojo, y se emplearán eufemismos varios, al estilo de «cesión en depósito»; o bien, se exigirán severísimas condiciones de seguridad para la custodia de tales bienes que la Iglesia, en muchos casos, no podrá garantizar.
Auguro que en los próximos meses se «suscitará» interesadamente un debate de tales características, condimentado con el habitual aderezo de demagogia burda; lo que servirá para mostrar, ante los ojos de una «opinión pública» cretinizada, a una Iglesia que se aferra obstinadamente a sus bienes, en contra de lo que exige el «interés general».
Pero este episodio compostelano, que tanta carnaza suministrará en los próximos meses a los enemigos de la Iglesia, debería propiciar también una reflexión honda en el ámbito eclesiástico, donde con tanta frecuencia se actúa con la candidez de la paloma, desoyendo aquella exhortación evangélica que aconseja combinar esa candidez con la astucia de la serpiente.
Una muestra de los efectos calamitosos de la candidez eclesiástica nos la brinda el escándalo reciente del mayordomo papal; pero lo que ocurre en los Palacios Apostólicos ocurre también en nuestras diócesis, donde multitud de hipócritas, tartufos y aprovechateguis de muy diversa índole, haciendo alarde de curialismo y afectación piadosa, acceden a puestos de una confianza que no tardan en defraudar. A los obispos no debemos exigirles facultades sobrehumanas; pero conviene que no olviden que su cargo demanda, como su propia etimología indica, visión de águila. A fin de cuentas, si Manolo se paseó durante veinte años como Pedro por su casa por las dependencias de la catedral compostelana, de la que iban desapareciendo un día sí y otro también diversos objetos valiosos, es porque un cabildo cándido como una paloma se lo permitió. Y, allá donde las palomas revolotean bobaliconamente y las serpientes duermen la siesta, es natural que las urracas hagan su agosto.