El punto crítico de este pontificado no es la contestación, incluso desabrida, que lo martillea ininterrumpidamente en varios terrenos, sino la ya acaecida ruptura de ese pacto de lealtad interno de la Iglesia de sus más altos cargos, que se manifiesta con la fuga de documentos reservados.
El papa Joseph Ratzinger no se deja intimidar por la contestación. No la sufre; más bien al contrario, en los casos cruciales la provoca a sabiendas. Y no retrocede ni siquiera un paso cuando la reacción se hace exasperada y feroz, más allá de lo previsto.
La memorable lección de Ratisbona fue la primera demostración de ello. Benedicto XVI puso al descubierto la carga de violencia presente en el islam con una claridad que asombró al mundo y escandalizó, en la Iglesia, a los amantes del abrazo entre las religiones. Invocó para los musulmanes la revolución ilustrada que el cristianismo ya ha vivido. Años más tarde, la primavera de libertad florecida, e inmediatamente deteriorada, en las plazas árabes ha confirmado que acertó, que el futuro del islam se juega verdaderamente allí.
Los abusos sexuales cometidos por sacerdotes sobre niños y adolescentes son otro terreno sobre el cual Benedicto XVI se ha movido contra corriente, antes incluso de haber sido elegido papa. Ha introducido en el ordenamiento de la Iglesia procedimientos de estado de excepción. Por expreso deseo suyo, desde hace una decena de años, tres de cada cuatro causas han sido afrontadas y resueltas no por la vía del derecho canónico, sino por la más directa del decreto extrajudicial emitido por una autoridad de mayor grado. Marcial Maciel, el diabólico fundador de los Legionarios de Cristo, fue sancionado así, cuando aún era universalmente reverenciado y exaltado, jamás cogido en falta, con todos los números para salir indemne de un regular proceso no sólo canónico, sino también civil. Toda una Iglesia nacional, la irlandesa, ha sido puesta por el papa en estado de penitencia. Varios obispos ineptos han sido destituidos. Es un hecho que hoy, en el mundo, no hay ningún gobierno, institución o religión que esté más adelante que la Iglesia de papa Benedicto en contrastar este escándalo y en la protección a los menores de estos abusos.
Y además la revocación de la excomunión a los obispos lefebvrianos y los esfuerzos para que vuelvan al redil; la liberalización de la misa en rito antiguo; la admisión en la Iglesia de las comunidades anglicanas filo-católicas, con sus obispos, sacerdotes y fieles: también en estos terrenos Benedicto XVI ha creado conflictos de forma deliberada, aún hoy muy animados, atrayendo hacia él avalanchas de críticas. No sólo desde la izquierda, sino también desde la derecha, como cuando en su libro entrevista "Luz del mundo" abrió un resquicio al uso lícito del preservativo.
Es un error confundir la mansedumbre de este papa con su sumisión. O con su abstraerse de las decisiones de gobierno. También la borrasca que afecta al Instituto para las Obras de Religión, el "banco" vaticano, tiene su primer origen en él, en su orden de asegurar la máxima transparencia financiera.
No hay gobierno en el mundo cuyas decisiones no sean discutidas o contrastadas, antes y después de que se hayan convertido en leyes, en público o en privado. También para la Iglesia el papa Benedicto quiere que sea así. Los conflictos internos probados por los documentos robados del Vaticano son parte de la fisiología de toda institución llamada a tomar decisiones.
Por lo tanto, no es el contenido de los documentos, sino su fuga, la espina de este pontificado. Es traición a ese pacto de lealtad que mantiene juntos a quienes son parte de una institución, con mayor razón de la Iglesia, donde la inviolabilidad del "foro interno", y aún más del secreto de la confesión, inspira una general discreción en los procedimientos.
Los amotinados sostienen, anónimos, que lo hacen por el bien de la misma Iglesia. Es una justificación recurrente en la historia. Del escándalo dicen que quieren obtener una regeneración del cristianismo. Pero a muchos de sus defensores "laicos" les interesa que la Iglesia se colapse. No que sea regenerada, sino humillada.
Los conflictos dentro de las instituciones se gobiernan. Pero la traición mucho menos. Ésta es señal, más bien, de un gobierno que no existe, que ha dejado crecer en la curia romana la rebelión oculta de algunos de sus "civil servant" y no ha sabido hacer nada para neutralizarla.
La secretaria de Estado vaticana, que desde Pablo VI en adelante es el primer actor del gobierno central de la Iglesia, es inevitablemente también la primera responsable de esta deriva.
Benedicto XVI es tan consciente de esto que, para poner orden en los Sagrados Palacios, no lo ha encomendado a su primer ministro, el cardenal Tarcisio Bertone, sino que ha llamado a consulta a un colegio de sabios entre los más alejados de él: para empezar, los cardenales Ruini, Ouellet, Tomko, Pell, Tauran.
Para un cambio de gobierno en la curia vaticana las diligencias ya han iniciado.