A la España, católica todavía, aunque bastante debilitada religiosamente, envuelta en un clima social y cultural muy concreto, sumida en una profunda y extensa crisis que connota una grave quiebra cultural, moral y humana que hace aún más dura y de más difícil superación a corto plazo esta crisis, a esta España la Iglesia, solidaria de sus gozos, esperanzas, y dolores, testigo de Dios y de su amor, como su principal y primer servicio, como su obra inoslayable, urgente e inaplazable, hoy y aquí, de Buen Samaritano que no pasa de largo ni abandona a nadie que sufre, le ofrece, debe ofrecerle lo que tiene: Jesucristo, el Evangelio, esto es, el testimonio y la verdad de Dios, una nueva, intensa y vigorosa evangelización. Este es el programa de la Conferencia Episcopal Española en los próximos años: una nueva y vigorosa evangelización.
La obra de evangelización a la que se siente urgida la Iglesia hoy y siempre –ella existe para evangelizar–, ante la crisis que atravesamos, le obliga sobre todo a hablar de Dios en el centro de nuestra vida. Es necesario y apremiante, imprescindible, que la Iglesia, centrando por completo su vida entera en Dios, sólo en Dios, y obedeciendo a Dios antes que a los hombres, sea ante todo y sobre todo testigo del Dios vivo en nuestra sociedad y ante los hombres de hoy. La fe se propone, no se impone; se ofrece; por ello, ante los graves desafíos del momento en España, la tarea y aportación principal de la Iglesia y de los cristianos, por servicio al hombre y a la sociedad, es avivar y cultivar la experiencia de Dios, reavivar su fe, entregar, dar a Dios, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que su luz pueda brillar entre nosotros. Es preciso llegar al convencimiento, en esta hora que vivimos aquí en España, que la Iglesia existe para que Dios, el Dios vivo revelado en Jesucristo sea dado a conocer, para que el hombre pueda vivir con Dios y ante su mirada y en comunión con El. Y esto es dar a la fe todo el realismo que entraña y toda la fuerza de vida, de salvación, de verdad. En esa obra de nueva evangelización, que en el fondo es de reconstrucción de los cimientos mismos de nuestra sociedad y de la base que la sustenta y la proyecta hacia un futuro muy grande y luminoso, el Plan de la Conferencia Episcopal –coincidente con la apertura del «Año de la fe» y del próximo Sínodo Universal de los Obispos sobre la transmisión de la fe– tiene muy presente a San Juan de Ávila y a Santa Teresa de Jesús, dos figuras tan señeras y tan singulares, con tantísimo influjo positivo en la renovación y la reconstrucción en el siglo XVI de la Iglesia en España que tanto aportó a la Iglesia universal y aún al mundo entero. Uno y otra constituyen un faro de luz para los tiempos que vivimos.
No es casual, en las circunstancias que vivimos, que el día 24 de agosto próximo se cumplan cuatrocientos cincuenta años de la fundación del Convento de San José, en Ávila, de la Madres Carmelitas Descalzas, el primero con el que se inicia la reforma del Carmelo por Santa Teresa, que tanta luz, tantos frutos, y tan inmenso bien ha dado, está dando y dará a toda la humanidad. Es bien sabido que santa Teresa, con sus fundaciones y las que tras ella vendrían, así como con su vida y toda su enseñanza –no en balde es doctora de la Iglesia universal– buscó y encontró a Cristo, fue luz de la Iglesia y exhortó a religiosos y religiosas a seguir los consejos evangélicos con toda la perfección para ser siervos del amor. Con la fundación de este convento de san José se abre para la Iglesia y la humanidad entera «manantiales de agua limpia y transparente que continúan saciando el ansia de Dios de miles de corazones sedientos» que, como todo hombre, no «se contentan con menos que Dios».
Tampoco es casual, que el domingo 7 de octubre, en la Misa con la que se abrirá el «Año de la Fe» y el Sínodo de los Obispos para una nueva evangelización, junto con santa Hildegarda, san Juan de Ávila sea proclamado Doctor de la Iglesia Universal. Nos encontramos, en efecto, ante la urgencia apremiante de una nueva evangelización, que es tarea esencial que no admite más demora en este tercer milenio: ahí aparece como un potente faro San Juan de Ávila.
No resulta extraño que en estos precisos momentos de «nueva evangelización», el doctorado de San Juan de Ávila es invitación a fundamentarse en su pensamiento, en sus escritos y en su vida de santidad señera que, en su tiempo, ya llevó a cabo, de hecho, una vigorosa y «nueva evangelización». Como ha escrito la Conferencia Episcopal Española, en su «Breve Instrucción», con ocasión de esta proclamación de doctor de san Juan de Ávila: «si la nueva evangelización pretende reanimar la vida cristiana de creyentes y alejados de la fe y difundir a todas las gentes la Buena Noticia de Jesús, Juan de Ávila no fue ajeno, en su tiempo, a este mismo propósito. En un contexto tan complejo y plural como el suyo, de no siempre fácil convivencia entre religiones y culturas y de extensas áreas descristianizadas después de siglos de dominación musulmana, contó también con su ‘‘atrio de los gentiles’’, generando en él un original modo de diálogo y de exponer las verdades de la fe que ensambla, en admirable sintonía, la solidez de la doctrina cristiana con sus simpáticas y originales referencias al vivir cotidiano y, sobre todo, con un riguroso testimonio de vida, certero aval de la verdad predicada». Una nueva evangelización, pues, gran programa de futuro, de la mano de Santa Teresa de Jesús y San Juan de Ávila, doctores españoles de la Iglesia universal.