Sigo con máximo interés y con no menos preocupación –pienso que somos muchos– cuanto está sucediendo en Europa. ¿Qué va a ser de Europa? ¿Hacia dónde se encamina? Hasta ahora ni he encontrado por mí mismo una respuesta convincente, ni nadie me la ha dado. Lo que sí parece es que nos hallamos inmersos en una batalla grande –no sé con certeza los contendientes, aunque quizá puedan intuirse–, en la que se está jugando el ser o no ser de Europa, en todo caso el futuro de la vieja Europa, que es bastante más que un concepto geográfico o un pacto económico.
En estos momentos todo es economía. Los informativos de las emisoras de radio o de la televisión, las tertulias mediáticas, los diarios, todos reflejan la misma cuestión: economía, sobre todo economía, y casi nada más que economía. No resulta extraño ante lo que está cayendo. Además es lo que parece que más está preocupando a los ciudadanos (y a las naciones), que están viendo amenazado su bienestar y en algunos casos hasta casi su misma supervivencia con dignidad. Es cierto que esta crisis económica es muy grande, que tiene una fuerza inusitada, y un hondo arraigo difícil de extirpar, como si se tratase de un mal desconocido pero terrible. Casi se ha convertido en tópico –los tópicos tienen muchísimo de verdad– reconocer que más allá y por debajo de ella existe una crisis o quiebra moral y humana que ha dado lugar a lo que está aconteciendo.
Pero personalmente, (seguro que en mi ingenuidad, algunos mucho más perspicaces me dirán que en mi ignorancia, lo acepto), me resulta llamativo que esta crisis esté como especialmente encelada en Europa, más aún, precisamente en cinco naciones que tienen un peso e influjo histórico y cultural muy singular en lo que constituye lo que es Europa misma, que, en palabras de Ortega y Gasset, «como sociedad existe con anterioridad a la existencia de las naciones europeas», y empezó a formarse desde hace más de veinte siglos en la cultura griega, el derecho romano y el cristianismo.
No creo que sea una casualidad, fruto del azar, que los cinco países europeos más afectados por la crisis económica, todos, sin excepción y al mismo tiempo, lo hayan hecho muy mal en el campo económico. Pero, sencillamente, aunque lo dijesen expertos, no parece, ni es creíble, por muy interdependiente y globalizada que esté la economía. ¿Quién puede entender, además, el acoso y la hostilidad tan persistente, dura e insidiosa que ciertos poderes económicos están llevando a cabo contra algún país, por ejemplo, nuestra España? Son muy abundantes las preguntas y las dudas que se agolpan en mi mente y que seguramente explicitaré algún día.
En todo caso, estimo que Europa, como «unidad europea», como «proyecto de futuro común», se ve cada día más lejos de la realidad. Para impulsar su integración verdadera, que es lo que únicamente podría salvar a Europa, la «eurozona», como algunos la denominan, (otro signo de la desintegración de Europa llamarla así), es necesario que vaya más allá de unas relaciones funcionales o económicas, que supere la insolidaridad «Europa de los mercaderes» –que no es Europa– para ser aquella Europa, con la que soñaron hombres tan europeístas de verdad y con tanta visión de futuro y generosidad, como Adenauer, Schumann, De Gasperi, o, más recientemente, los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, grandes europeístas, que con tanto vigor han defendido sus cimientos más sólidos y con más capacidad de futuro.
Para los padres de la unificación europea, tras la terrible devastación de la Segunda Guerra Mundial, más terrible que la crisis económica actual, estaba claro que ese fundamento existe y que descansa, principalmente, en la herencia cristiana, que, a su vez, integra, asume, incorpora y enriquece la cultura y raíz grecolatinas. Para los padres de la unificación de Europa, «estaba claro que las destrucciones a las que nos habían enfrentado la dictadura nazi y la dictadura de Stalin se basaban precisamente en el rechazo de esos fundamentos, en un monstruoso orgullo que ya no se sometía al Creador, sino que pretendía crear él mismo un hombre mejor, un hombre nuevo, y transformar el mundo malo del Creador en el mundo nuevo que surgiría del dogmatismo de la propia ideología. Para ellos estaba claro que esas dictaduras, que habían puesto de manifiesto una cualidad del Mal enteramente nueva, reposaban, más allá de todos los horrores de la guerra, en la voluntad de eliminar aquella Europa, y que había que regresar, a aquella concepción que había dado su dignidad a este continente, a pesar de todos los, errores y sufrimientos» (J. Ratzinger). ¿Alguien tiene interés en volver a aquello? Quienes están empeñados en el relativismo o en el economicismo de corte capitalista extremo «omnipotente» y dominador, sí parecen estar dispuestos a devorar al hombre y eliminar lo que se les oponga.
Antonio Cañizares Cardenal
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