11º Domingo del tiempo ordinario
Mt 4, 26-34
Nos dice el final del Evangelio de este domingo que Jesús hablaba en parábolas. No era un dialecto especial, ni un idioma extraño. Era el modo sencillo de traducir de mil modos el misterio del que era portador y portavoz a la vez. No acudía a las alambicadas explicaciones de los letrados, tan obtusas como poco fiables, porque decían con palabras y palabrerías lo que luego no gritaba la vida.
Pone dos ejemplos Jesús. Los dos del ámbito agrario. Se ve que sus oyentes se dedicaban a este menester como trabajo. Un sembrador echa la simiente y se va a descansar. No sabe cómo, pero la semilla crece y madura, y se va formando hasta germinar. Llegado ese momento, está lista para la siega. Realmente impresiona la forma tan sencilla de explicar que hay cosas que no dependen de nosotros, aunque en algún momento se cuente con nosotros. Así es la vida de Dios que siembra su palabra en el surco de nuestra libertad, de nuestra inteligencia, de nuestro corazón.
No sabemos tampoco nosotros cómo, pero el hecho es que hay cosas que van adelante, se enderezan, logran su armonía, y se les devuelve la bondad y la belleza primigenias. Es la callada labor de un Dios paciente que no deja de trabajar incluso cuando nosotros andamos distraídos, torpes, ausentes. El resultado bendito es una gracia madura que no es fruto de nuestro cálculo ni el resultado de nuestra conquista.
El segundo ejemplo, parábola también, es el del grano de mostaza. Bien pequeño, el más donde los haya. Y sin embargo, cayendo en la tierra buena y dejándola crecer, logra hacerse grande quien comenzara diminuta. Tanto, tanto crece, que aventaja a otras hortalizas, y hasta en sus ramas se cobijan los pájaros, y hasta anidan en ellas. Pero todo comenzó por una semilla pequeña como la mostaza. Así la vida, así cada pequeño gesto, cada pequeño perdón, cada pequeña esperanza… que sembrada esa pequeñez en la grandeza de Dios, da como resultado ver crecer lo que no es fruto de nuestra medida.
Jesús hablaba así, con palabras que todos entendían, en las que era fácil reconocerse y comprobar aquellas gentes que cuanto les decía sencillamente les correspondía. Por eso estas parábolas se escuchaban como quien oye una buena noticia, y no dudaban en comparar con otros predicadores para venir a concluir que Jesús tenía verdadera autoridad.