Esperar que Europa recupere el sentido de su existencia y los europeos la confianza en sí mismos y en su futuro, tratando ahora de divinizar en el altar de las ofrendas nada menos que una moneda, es un síntoma más del imparable proceso de decadencia moral que padece la cultura occidental, como consecuencia de esa locura en que incurrimos tan a menudo los humanos, es decir, la vana pretensión de poner la criatura que somos en el lugar del Creador.
Mucho me temo que la riada de despropósitos y disparates seguirán sucediéndose a lo largo de la presente década, sin que nadie acierte a poner su atención e inteligencia en aquellas luminosas palabras dirigidas por Juan Pablo II a los europeos:
“Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los demás continentes te miran y esperan también de ti la misma respuesta que Santiago dio a Cristo: «lo puedo».”
Señalar con el dedo las inconsistencias, deficiencias y pobreza moral de los políticos, sin percibir las mismas inconsistencia, deficiencias y pobreza moral en nosotros mismos, hará que el poderoso granito de arena que cada cual podríamos aportar, no rinda otro fruto que el del puro divertimento epistolar o el de matar el tiempo tomando un cafetito.
Las personas, las familias, las empresas, los gobiernos, las naciones, las culturas, la misma civilización, funcionan y sólo pueden hacerlo en base a la confianza capaces de generar en si mismas y en su capacidad para afrontar retos y dificultades de cualquier índole. Pero la fuente de esa confianza y capacidad no puede venir de uno mismo como persona ni como grupo humano, como hemos podido comprobar a lo largo de la historia de lo individuos y de las sociedades cuando tal cosa se ha pretendido, en que el resultado ha sido siempre el desastre, cuando no autenticas catástrofes en miseria y vidas humanas.
Poner a Dios, al verdadero Dios, en el centro de nuestro corazón y nuestras inteligencias, para gobernar y gestionar eficientemente nuestras propias vidas, nuestras familias, empresas, gobiernos, naciones, culturas y civilización, ha sido siempre y a lo largo de muchos miles de años garantía de éxito y plenitud, para alcanzar ese razonable grado de felicidad al que legítimamente podríamos y tenemos derecho de aspirar en esta vida.
Y para quienes son se empecinan en cerrar sus entenderas a las cosas de lo Alto, ni dejan de buscar, pedir y llamar hasta el final, es también garantía de que encontrarán, recibirán y serán escuchados.
La crisis que "hiere" a Europa y vive en su corazón el hombre europeo, como ha declarado en multitud de ocasiones Benedicto XVI, "es una crisis espiritual y moral en cuya misma base está la pretensión del hombre de vivir como si Dios no existiese".
Lo podemos negar y aún más podemos seguir aplaudiendo o mostrarnos indiferentes ante la radical y peligrosa marginación de la conciencia pública del discurso sobre Dios, y podemos seguir emulando el espíritu volteriano de los trasnochados "ilustrados" de siempre, emulando a sus aventajados y ya avejentados discípulos, a la par que obviamos sus criminales experimentos nazi y comunista, pero no podremos mirar para otra parte cuando, antes o después, nos toque acarrear directa y personalmente con las consecuencias de tanto disparate y despropósito.
Si el hombre se ha vuelto a poner en el lugar del mismo Dios al punto de decidir sobre la vida y la muerte de sus congéneres, qué nos sorprende viendo a nuestro alrededor tanta miseria moral y tanto desprecio por las cosas más elementales y de puro sentido común.
Y dicho lo dicho, nada puedo añadir a las más que interesantes y lúcidas exposiciones que hacéis algunos sobre nuestra depauperada realidad económica; no se trata sólo de una cuestión de ignorancia sino de tener poca o ninguna fe en que sea con soluciones exclusivamente económicas como se pueda llegar a resolver un gravísimo problema que sólo en apariencia es estrictamente económico.