Vivimos una etapa crucial de la historia, en el mundo, en la vieja Europa, en España, y, en particular, en la Iglesia que se ve tan zarandeada últimamente. Somos hombres de una época tan apasionante como contradictoria. La humanidad posee hoy instrumentos de potencia inaudita. Puede hacer de este mundo un jardín o reducirlo a un cúmulo de escombros. Ha logrado una extraordinaria capacidad de intervenir en la mismas fuentes de la vida: Puede usarla para el bien dentro del marco de la ley moral, o ceder al orgullo miope de una ciencia que no acepta sus límites llegando incluso a pisotear el respeto debido a cada ser humano. Hoy, como nunca en el pasado, la humanidad está en la encrucijada. En esta encrucijada, esta humanidad ha recibido el gran don de un hombre, elegido y enviado por Dios, el Papa Benedicto XVI, que, como pocos, se preocupa por el hombre, por sus grandes cuestiones e interrogantes, por su ser y el sentido de su quehacer, por el valor y la dignidad de la persona humana, por su libertad y su capacidad para crear futuro y abrir nuevas sendas de esperanza, por sus derechos inalienables y más fundamentales derivados, no del consenso de los poderes establecidos públicos o escondidos, sino de la mismísima verdad del ser hombre, inseparable de la realidad y fundamento que la sustenta y orienta, Dios.
El Papa Benedicto, cuyo programa desde el primer momento de su pontificado, no es otro que, en todo momento, hacer lo que Dios quiere, no deja de preguntarse por el hombre, a quien ama y sirve con todas sus fuerzas, como si escuchase aquella voz que Adán, el primer hombre, oyera en el Paraíso: «Adán, hombre, ¿dónde estás?», inseparable de aquella otra, también del Génesis en los albores de la humanidad,: «¿Adónde está tu hermano?».
Escuchando esa voz, a Dios mismo, hoy, ante esa Presencia que nos sustenta, el Papa responde con la respuesta con que se puede responder y el hombre espera: la respuesta de la fe. Por eso, ha convocado a la Iglesia entera, en todo lugar y situación, a «abrir las puertas de la fe». Un hombre de fe, que nos confirma en la fe, y que, así, es la gran luz que la humanidad necesita en esta encrucijada de su historia. Un hombre de fe que no se arredra ante las grandes dificultades que lo cercan en articial cerco, carente de sentido y contrario a la luz, que la humanidad necesita y pide, y se abre paso inexorablemente. Sin dejarse llevar por las circunstancias del momento, siempre efímero, buscando escuchar la voz de Dios, cuya voluntad busca, y con su pensamiento, traducido en palabra y enseñanza o en acción y testimonio del hombre y su verdad, que es testimonio de Cristo, precisamente afirma una y otra vez, a tiempo y a destiempo, y ofrece la única respuesta que los hombres necesitan y esperan: Jesucristo, Logos, Verbo eterno, Sabiduría de Dios, hecha carne, Amor encarnado, hombre en medio de los hombres, el único que sabe lo que hay en el corazón del hombre, en quien se esclarece el misterio del hombre, se nos descubre la sublimidad de nuestra vocación de hombres, se nos abre el gran futuro para esta humanidad que somos.
El Papa Benedicto no se echa atrás ni desvía su trayectoria ante tantas y tantas cosas que se vierten sobre él o su entorno, sencillamente, con la sencillez de «un trabajador en la viña del Señor», confía en Dios, escucha a Dios, confirma en la fe, alienta la esperanza. El Papa Benedicto, como el siervo fiel y prudente del Evangelio, es un apasionado por Dios y por el hombre, buscador y testigo-servidor incansable de la verdad, de la Verdad con mayúscula que llena y hacia el corazón inquieto del hombre. Apasionado por la verdad, es un hombre libre, un hombre de la fe que da la libertad, no hace libres. Así, trata de devolver al hombre su ser verdadero: el de ser imagen y semejanza de Dios, Suprema Verdad y Libertad Soberana, fuente donde bebemos la libertad que ansiamos, la de sus hijos.
Esta es la gran lección del Papa Benedicto XVI, el Papa providencial para estos momentos de la historia. Por eso convoca el «Año de la fe», por eso reúne en asamblea ordinaria al Sínodo universal de los Obispos, para abordar el urgentísimo tema, la gran y acuciante cuestión de una nueva evangelización del mundo contemporáneo. La gente, con un sentido profundo de la verdad que le sustente a anida en su corazón, y percibiendo en el Papa el Buen Pastor que les ama y conduce, no un asalariado ni un buscador de poder y de adueñamiento del rebaño, esté siguiendo al Papa: lo hemos visto en Milán, en la procesión del Corpus en pasado jueves en Roma; porque la gente reconoce en él al Buen Pastor que da la vida por sus ovejas. Junto a nuestro agradecimiento a Dios por este don suyo, y al agradecimiento al Papa, por sus desvelos, coraje, generosidad y su «desvivirse» por todos, como su único Señor, necesitamos apiñarnos cada día más junto a él, escuchar su voz seguir por la vereda que nos señala para conducirnos a las fuentes de agua viva que apaguen la sed de la humanidad de nuestro tiempo, sin dejar nunca, jamás, de orar por él, que, además es orar por toda la Iglesia y por el mundo entero. ¡Cómo necesitamos orar! ¡Qué gran servicio haríamos a la Iglesia, a la humanidad entera, también a nuestra España, si orásemos más si emprendiésemos una gran campaña de oración en esta encrucijada!