Estos días atrás se ha cumplido y celebrado con actos más bien académicos, el 50º aniversario del famoso “Contubernio de Munich”, así motejado por la prensa franquista, que en aquella época era toda la prensa del país. Los diarios de entonces montaron una escandalera monumental contra los españolitos reunidos en la capital bávara, bajo la presidencia de Salvador de Madariaga, al amparo del IV Congreso del Movimiento Europeo que se celebraba en esa ciudad. Precisamente la reacción virulenta de la prensa batueca infló el perro hasta tales extremos que dio carácter de terremoto político de repercusión internacional al cónclave de representantes de la muy modesta y fraccionada oposición al régimen.

El Movimiento Europeo nació tras la Segunda Guerra Mundial para apoyar la creación de una Europa más unida que evitase las continuas y tremendas guerras entre sí a las que eran dadas las potencias del Viejo Continente. Finalmente, en 1948 se dio forma definitiva a dicho movimiento de apoyo a la unidad europea, que pronto empezó a dar sus resultados. Tras los sucesivos pasos que siguieron a la originaria CECA (Comunidad Europea del Carbón y el Acero) se alcanzó la Comunidad Económica Europea o Mercado Común de la “Europa de los seis”, formada por las naciones europeas occidentales con regímenes democráticos. El Gobierno español solicitó en 1961, si la memoria no me falla, su adhesión al tratado de la CEE, lo que dio pie a los exiguos demócratas españoles de todas las tendencias y colores, aprovechando el Congreso del Movimiento Europeo a celebrar en Munich los días 812 de mayo de 1962, para pedir la democratización del régimen personal de Franco.

No era la primera vez que representantes de sectores políticos opositores formulaban demandas de este género. Había entonces cierto comezón en las filas disconformes con el régimen, en cuyas pequeñas maniobras –no podían ser grandes- participé más de una vez, en tanto que secretario general de la FST (Federación Sindical de Trabajadores, de “inspiración” cristiana). Sin embargo, en esta ocasión, la protesta meramente verbal alcanzó una resonancia inusitada, en buena medida por la enorme torpeza de los medios franquistas –ciertamente no se distinguían por su finura y sutileza- dirigidos desde el propio ministerio de Información y Turismo.

En el “contubernio” participaron un centenar largo de políticos españoles, tanto del interior como del exilio, muchos de ellos personalidades notables, la mayoría de filiación democristiana, aunque también los había monárquicos liberales, socialdemócratas y, por supuesto socialistas de la estricta observancia, afincados sobre todo en Toulouse. Por acuerdo de los participantes, dejaron fuera de la convocatoria a los comunistas, a los que no consideraban, con razón, ni demócratas ni partidarios de la unidad europea (en mi opinión personal todavía siguen sin ser ni una cosa ni la otra). Estábamos en plena época de la guerra fría y del expansionismo soviético. Lamento no tener mayor espacio –no quiero pasarme de la medida normal de un artículo- para ofrecer una amplia relación de presentes en Munich. Su gesto valeroso y las represalias que sufrieron a continuación, bien merecerían una mención personal, aparte de los lazos de amistad.

La reacción furibunda de la prensa nacional tuvo un efecto bumerang contra el propio régimen. Por lo pronto Europa dejó en suspenso la solicitud española de adhesión al Mercado Común. El franquismo no daba muestras de flexibilidad ni apertura, aunque los ministros del Opus intentaran abrir las fronteras y liberalizar la economía, que por algo había que empezar. Franco, con su habitual zorrería a la gallega, viendo que los europeos occidentales se le habían echado encima por la represión de los participantes en el contubernio, en julio procedió a la remodelación del gobierno, cesando a los más intransigentes, entre otros al ministro de Información y Turismo, Gabriel Arias Salgado, promotor de la escandalera informática que, por cierto, murió poco tiempo después. Fue sustituido por Manuel Fraga, quien abrió las puertas de par en par al turismo europeo, con sus bikinis y sus divisas, promulgó una nueva ley de prensa, ligeramente aperturista que suprimía la censura previa e inició un proceso de deshielo del régimen, aunque sin quitarle el sueño al patrón, que murió tranquilamente en la cama, como yo le auguraba a Rodolfo Llopis en nuestra reuniones sindicales. “El día que echemos a Franco –decía el ilustre pero iluso masón, secretario general del PSOE y presidente de UGT- se convoca un referéndum nacional para que los españoles decidan si quieren república o monarquía, como se hizo en Italia”. “Que no, don Rodolfo”, le replicaba yo, “que a Franco no lo echa nadie, que muere tranquilo en su cama”. La historia terminó dándome la razón. Observando con cierta objetividad el clima general del país, que ya comía todos los días y un gran número de batuecos empezaba a gozar de un “seiscientos”, tampoco era tan difícil ejercer de profeta. Eso no quita que los avanzados de Munich no merezcan un recuerdo entrañable y agradecido, siquiera de sus amigos, en esta efemérides.