Hoy voy a ha­bla­ros del do­min­go, del sen­ti­do y al­can­ce que tie­ne para los cris­tia­nos esta fies­ta se­ma­nal. Y quie­ro co­men­zar con una pe­que­ña his­to­ria. Ha­cia el año 304, el em­pe­ra­dor Dio­cle­ciano prohi­bió a los cris­tia­nos, so pena de muer­te, po­seer las Es­cri­tu­ras, re­unir­se los do­min­gos para ce­le­brar la Eu­ca­ris­tía y cons­truir lo­ca­les para sus asam­bleas. En una pe­que­ña lo­ca­li­dad del nor­te de Áfri­ca un gru­po de cris­tia­nos fue­ron sor­pren­di­dos un do­min­go, cuan­do reuni­dos en una casa ce­le­bra­ban la Eu­ca­ris­tía, desa­fian­do con ello las prohi­bi­cio­nes im­pe­ria­les. Arres­ta­dos, fue­ron lle­va­dos a Car­ta­go para ser in­te­rro­ga­dos. Y fue sig­ni­fi­ca­ti­va la res­pues­ta que uno de ellos dio al pro­cón­sul, a sa­bien­das de que les es­pe­ra­ba el mar­ti­rio: «Sin re­unir­nos en asam­blea los do­min­gos para ce­le­brar la Eu­ca­ris­tía no po­de­mos vi­vir». Re­sul­ta elo­cuen­te esta na­rra­ción si­tua­da en los pri­me­ros años mi­sio­ne­ros de la Igle­sia. Los pri­me­ros cris­tia­nos co­men­za­ron en­se­gui­da a ce­le­brar el do­min­go, pues ya ha­blan de ello la 1ª Car­ta a los Co­rin­tios (16, 1), el li­bro de los He­chos (20, 27), la Di­da­ché (14, 1) y el Apo­ca­lip­sis (1, 10). Al inicio se le lla­ma­ba el día del Se­ñor, el día pri­me­ro de la se­ma­na, el día si­guien­te al sá­ba­do, el día oc­ta­vo, el día del sol… Nom­bres to­dos que ha­bla­ban del sen­ti­do sa­gra­do de este día.

El do­min­go, más allá del uso que que­ra­mos dar­le, como tiem­po se­ma­nal bien­ve­ni­do para el des­can­so, la con­vi­ven­cia, el ocio, la fa­mi­lia… es un acon­te­ci­mien­to fes­ti­vo que rom­pe tam­bién con el rit­mo co­ti­diano de nues­tra vida cris­tia­na. ¿Por qué este día, ade­más de ser un día no la­bo­ral, es di­fe­ren­te al res­to de los días de la se­ma­na? El Con­ci­lio Va­ti­cano II ex­pre­só mag­ní­fi­ca­men­te el sig­ni­fi­ca­do que el do­min­go tie­ne para no­so­tros: «La Igle­sia, por una tra­di­ción apos­tó­li­ca que trae su ori­gen del día mis­mo de la re­su­rrec­ción de Cris­to, ce­le­bra el Mis­te­rio Pas­cual cada ocho días, en el día que es lla­ma­do con ra­zón día del Se­ñor o do­min­go. En este día, los fie­les de­ben re­unir­se a fin de que, es­cu­chan­do la Pa­la­bra de Dios y par­ti­ci­pan­do en la Eu­ca­ris­tía, re­cuer­den la pa­sión, la re­su­rrec­ción y la glo­ria del Se­ñor Je­sús y den gra­cias a Dios, que los hizo re­na­cer a la viva es­pe­ran­za por la re­su­rrec­ción de Je­su­cris­to de en­tre los muer­tos (1 Pe 1,3). Por esto, el do­min­go es la fies­ta pri­mor­dial que debe pre­sen­tar­se e in­cul­car­se a la pie­dad de los fie­les, de modo que sea tam­bién el día de ale­gría y de li­be­ra­ción del tra­ba­jo… El do­min­go es el fun­da­men­to y el nú­cleo del año li­túr­gi­co» (Sacrosanctum Concilium 106).

Sin em­bar­go, en nues­tra so­cie­dad han cam­bia­do mu­chas co­sas que re­per­cu­ten en la con­vo­ca­to­ria ecle­sial del do­min­go y los días fes­ti­vos. Las nue­vas con­di­cio­nes del tra­ba­jo y del des­can­so, la cul­tu­ra del ocio y del bie­nes­tar, las nue­vas for­mas de or­ga­ni­za­ción fa­mi­liar y so­cial… in­ci­den ló­gi­ca­men­te en la vida de los cre­yen­tes. Y en esta si­tua­ción, se mo­di­fi­can no so­la­men­te la fi­so­no­mía pro­pia del día fes­ti­vo, sino los mis­mos há­bi­tos de com­por­ta­mien­to re­li­gio­so. Ten­dría­mos, me­jor di­cho te­ne­mos, que re­cu­pe­rar lo que el día del Se­ñor ha sido des­de el prin­ci­pio: un es­pa­cio go­zo­so en el que la Igle­sia es evan­ge­li­za­da con­ti­nua­men­te por la Pa­la­bra que pro­cla­ma y por los sa­cra­men­tos que ce­le­bra y se con­vier­te en co­mu­ni­dad de fe, de amor y de es­pe­ran­za en me­dio del pue­blo.

Los úl­ti­mos Pa­pas nos han ofre­ci­do re­fle­xio­nes her­mo­sas en torno a este día. Me­re­ce ser re­cor­da­da es­pe­cial­men­te la car­ta apos­tó­li­ca de San Juan Pa­blo II El día del Se­ñordon­de ex­pli­ci­ta las di­men­sio­nes pro­fun­das del do­min­go para los cris­tia­nos: es el día del Se­ñor, con re­fe­ren­cia a la obra de la crea­ción; es el día de Cris­to como ce­le­bra­ción de la Pas­cua y el día del Es­pí­ri­tu San­to como don del Se­ñor re­su­ci­ta­do; es el día de la Igle­sia como jor­na­da en la que la asam­blea cris­tia­na se con­gre­ga para la ce­le­bra­ción; y es el día del ser hu­mano como jor­na­da de ale­gría, des­can­so y ca­ri­dad fra­ter­na. Del Papa Fran­cis­co os ofrez­co las pa­la­bras de una de sus ca­te­que­sis so­bre la Eu­ca­ris­tía do­mi­ni­cal: «¿Cómo po­de­mos prac­ti­car el Evan­ge­lio sin to­mar la ener­gía ne­ce­sa­ria para ha­cer­lo, un do­min­go de­trás del otro, de la fuen­te inago­ta­ble de la Eu­ca­ris­tía? ¿Por qué ir a Misa el do­min­go? No es su­fi­cien­te res­pon­der que es un pre­cep­to de la Igle­sia. No­so­tros, los cris­tia­nos, te­ne­mos ne­ce­si­dad de par­ti­ci­par en la Misa do­mi­ni­cal por­que sólo con la gra­cia de Je­sús, con su pre­sen­cia viva en no­so­tros y en­tre no­so­tros, po­de­mos po­ner en prác­ti­ca su man­da­mien­to, y así ser sus tes­ti­gos creí­bles» (Audiencia ge­ne­ral, 13-12-2017).

Y mien­tras os ha­blo de la im­por­tan­cia del do­min­go, pien­so de modo es­pe­cial en las zo­nas ru­ra­les de nues­tra dió­ce­sis don­de no es po­si­ble ce­le­brar de modo re­gu­lar la Eu­ca­ris­tía do­mi­ni­cal. Re­sul­ta, no obs­tan­te, po­si­ble, que se reúna la asam­blea cris­tia­na para ha­cer pre­sen­te al Se­ñor en su ora­ción co­mu­ni­ta­ria, por­que «don­de es­tán dos o tres reuni­dos en mi nom­bre, allí es­toy yo en me­dio de ellos», nos dijo Él mis­mo. Hay ya ini­cia­ti­vas en este sen­ti­do, que de­be­rán ser ani­ma­das y po­ten­cia­das. To­dos los bau­ti­za­dos pue­den en­con­trar aquí un modo mag­ní­fi­co para que la Igle­sia se haga viva y real en me­dio del pue­blo.

En todo caso agra­dez­ca­mos, va­lo­re­mos y sin­tá­mo­nos co­mu­ni­dad cris­tia­na que vive de la Eu­ca­ris­tía y se reúne el do­min­go en torno a la Eu­ca­ris­tía. Oja­lá lo en­ten­da­mos y po­da­mos tam­bién no­so­tros, como los már­ti­res afri­ca­nos, ex­cla­mar y tes­ti­mo­niar exis­ten­cial­men­te: «¡Sin el do­min­go no po­de­mos vi­vir!».

Monseñor Fidel Herráez es arzobispo de Burgos (España).