La virginidad no es apreciada en el Antiguo Testamento: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gén 2,18). El matrimonio era el único modo de vida que coincidía con el espíritu de la Ley, ya que la sexualidad era considerada como parte del orden de la Creación, siendo el hombre una criatura de Dios y rechazándose todo dualismo entre el alma y el cuerpo. La virginidad equivalía a la esterilidad y significaba no tener participación en la bendición que es tener el hijo (Sal 128,3-6); por ello, la hija de Jefté llora su virginidad (Jue 11,37). Era apreciada sin embargo la virginidad anterior al matrimonio (Gén 24,16; Jue 19,24; Lev 21,23).
El celibato no era corriente y era desaprobado por los rabinos. Pensaban que el hombre debía casarse a los dieciocho años y que si pasaba de los veinte sin tomar mujer, transgredía el mandato divino e incurría en el disgusto de Dios, pero ninguna ley obligaba taxativamente a hacerlo. Se entendía que el matrimonio no era sólo para tener compañía y procrear, sino para realizarse como persona: “Quien no tiene mujer no es hombre completo”, era un dicho rabínico. El deseo sexual no es malo ni vergonzoso y sirve a buenos fines, cuando está regulado y controlado en el matrimonio. Sin embargo, conocemos la existencia del monasterio de Qumram y se permitía que los estudiosos de la ley pospusiesen el matrimonio para poder concentrar su atención en los estudios, libres del cuidado de mantener la mujer, aunque eran casos raros.

Es en el contexto de las promesas de la alianza donde hay que buscar la verdadera preparación a la virginidad cristiana. Por la misteriosa economía de las mujeres estériles a las que vuelve fecundas, quiere Dios mostrar que los portadores de las promesas no fueron suscitados por la vía normal de la fecundidad, sino por una intervención de su omnipotencia. La gratuidad de su elección se manifiesta en esta preferencia otorgada a las mujeres estériles.

En el Nuevo Testamento notamos un gran cambio. La madre de Jesús es la única mujer del NT a quien se aplica, casi como un título, el nombre de virgen (Lc 1,27; Mt 1,23). María va a ser madre y virgen a la vez. La Iglesia cree que María le dio a luz siendo virgen y que fue su único hijo. En cuanto a los hermanos de Jesús, de los que nos hablan los evangelios (Mt 12,46-48; Mc 3,31-35; Lc 8,19-21; Mt 13,55-56; Mc 6,3-4; Jn 2,12; 7,3.5.10), es una expresión idiomática que se explica fácilmente porque entonces las familias vivían juntas formando una gran familia o clan familiar y ésta es la razón de que se hable de hermanos de Jesús, habiendo además bastantes indicios de que esos hijos no se atribuyen a María. Según el YouCat: “Ya en la Iglesia primitiva se partía de la base de la virginidad perpetua de María, lo que excluía a hermanos carnales de Jesús. En arameo, la lengua materna de Jesús, hay una única palabra para hermano, hermana, primo y prima. Cuando en los evangelios se habla de ‘hermanos y hermanas’ de Jesús, (por ejemplo en Mc. 3,31-35), se trata de parientes cercanos de Jesús” (nº 81).

Jesús permaneció virgen y fue quien reveló el verdadero sentido, la total disponibilidad, y el carácter sobrenatural de la virginidad. Cristo no la impone, pero se refiere a ella como un don de Dios, pues sólo está al alcance de “aquéllos a quienes Dios se lo concede” (Mt 19,11) y alaba a los “eunucos que a sí mismos se hicieron tales por razón del reino de los cielos”(Mt 19,12). Esta respuesta de Cristo tiene valor tanto para los hombres como para las mujeres, y en este contexto indica también el ideal evangélico de la virginidad, que constituye una clara novedad en relación con la tradición del AT. Los exegetas muestran que se trata de abstinencia voluntaria, no de castración real. El término “eunuco” indica en este caso un propósito definitivo, una castidad voluntaria y de libre iniciativa.

Para tomar esta resolución, es preciso un llamamiento especial de Dios, que supone un don, una luz, una gracia y una fuerza que da sentido a esta renuncia “por el reino de los cielos” (Mt 6,33). Los eunucos espirituales se liberan de los lazos del matrimonio para aplicar exclusivamente su pensamiento, su corazón y su vida a la causa del evangelio, es decir al seguimiento de Jesús y al Reino de Dios con su exigencia de amor universal a Dios y al prójimo. Es, por tanto, una búsqueda del amor según esta vocación especial. La virginidad cristiana es a la vez un estado y una virtud escatológica que abrazan aquéllos que han comprendido la precariedad del mundo presente (1 Cor 7,29-32) y, queriendo dar un sentido profundamente positivo a su vida, se orientan completamente hacia la reunión con el Señor (cf. las vírgenes de Mt 25,1), anticipando la virginidad, puesto que participa de algún modo de ella, el estado escatológico (Mt 22,30).

San Pablo en 1 Cor 7,7 afirma que el celibato como estado de vida es un don de Dios, si bien el matrimonio también lo es, y aunque en 1 Cor 7,25-40 recomienda el matrimonio, enseña que la virginidad ha de ser preferida. Ve la opción por la virginidad como una vocación específica que no duda en aconsejar. La motivación profunda, verdaderamente paulina, es que el no casado se preocupa más de las cosas del Señor: “ser santo en cuerpo y en espíritu” (v. 34). Es la idea que conducirá a las generaciones posteriores hasta los esponsales místicos: ¡pertenecer solamente al Señor! El motivo de Pablo tiene el sentido de caminar sin divisiones al encuentro del Señor. Este mismo motivo es presentado por el Apóstol a todos los corintios: deben ser hallados irreprensibles en el día de N. S. Jesucristo (1 Cor 1,8). 2 Cor 11,2 también supone la eminencia de la virginidad.
Ap 14,4: “Estos son los que no se mancharon con mujeres, pues son vírgenes. Éstos siguen al Cordero adonde quiera que vaya, y han sido rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero”. En este paso la palabra “vírgenes” está empleada en sentido figurado y designa a los que se han negado a la prostitución de la idolatría pagana, siendo fieles a la fe y enteramente dados a Cristo.