La semana pasada hablaba de «la escuela católica, signo de esperanza y futuro». ¿Por qué decía esto? La escuela católica es y debe ser un ámbito de humanización, de educación integral, mediante un proyecto educativo propio y específico, claro, transparente, que tiene como fundamento Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, el Sí más pleno y absoluto al hombre. No se trata de una vaga inspiración cristiana, como a veces se dice de ciertas realidades sociales: con «humanismo de inspiración cristiana». Se trata de una escuela, de un colegio cristiano, es decir donde lo «cristiano», lo católico no es un adjetivo, sino un sustantivo. Lo cristiano permea todo su proyecto en todas sus enseñanzas, en todas sus realizaciones, en sus métodos, en su estilo. La escuela cristiana pone en el centro la exigencia fundamental de todo educador cristiano, persona y centro: transmitir la verdad no sólo con sus palabras, sino también testimoniarla con la propia existencia explícitamente. Calidad e identidad son totalmente inseparables en la escuela cristiana; de tal manera que la primera nota para evaluar la calidad de la enseñanza de la escuela católica es su identidad cristiana. Asegurando una enseñanza de calidad, la escuela cristiana propone y ofrece una visión cristiana del hombre y del mundo, que proporcione a niños y jóvenes la posibilidad de un diálogo real y fecundo entre la fe y la razón, encontrarse con la verdad, apoyarse en ella, ser guiados por ella. Es su deber transmitir valores a asimilar y la verdad a descubrir con la conciencia y la certeza de que todos los valores humanos encuentran su plena realización y, en consecuencia, su unidad en Jesucristo. Una escuela al servicio de la verdad que nos precede y nos hace libres, y se realiza en el amor, ofreciendo toda la luz y todo cuanto comporta Jesucristo, que es la Verdad en persona, no algo abstracto e irreal. Una escuela al servicio del bien que vive, entrega y hace gustar lo que es bueno por sí, el bien –«sólo uno es bueno»–, el Padre de los cielos, que ve que todo era bueno de cuanto se hizo y se encamina a hacer buenos los corazones de los alumnos y a que actúen conforme a los criterios del bien, de lo que es bueno y recto.
Una escuela abierta a la belleza de la realidad, en la que se contempla la Suprema Belleza que sacia al hombre, el Amor que lo plenifica, hace dichoso y salva; una escuela que lleva al asombro y a la experiencia de lo bello y conduce a lo bello y por los caminos de la belleza, como trasunto de Dios mismo. La transformación e incertidumbre cultural, la misma mundialización de los cambios, el pluralismo de la sociedad, la relativización de los valores, el escepticismo y subjetivismo imperantes, el relativismo moral y de conocimiento, o la tan preocupante desintegración del vínculo familiar, generan en los niños y jóvenes una viva inquietud que se refleja en su modo de vivir, de aprender y de proyectar su futuro. Un entorno así invita a la escuela católica a proponer un verdadero, propio y específico proyecto educativo que permita a los niños y jóvenes no sólo adquirir una madurez humana, moral y espiritual, sino también que les ayude a empeñarse en la transformación del mundo, de la sociedad y del hombre, preocupándose de colaborar en la venida y el establecimiento del reino de Dios, y con él, el surgimiento de una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad enteramente nueva que encontramos en Jesucristo y en su Evangelio. Para ello la escuela católica, con toda nitidez y empeño, habrá de estar en condiciones de ofrecer su verdadera y original contribución al mundo: el tesoro escondido del Evangelio, para edificar la civilización y la ciudadanía del amor, de la real y verdadera fraternidad, de la solidaridad y de la paz, de la ecología del ecosistema y de la ecología humana. En el centro de todo, la persona humana, la dignidad de todo ser humano, la vida, la familia, el establecimiento de los derechos humanos fundamentales que no los crean los poderes humanos, ni surgen del consenso político entre los hombres, ni de las mayorías sociales, sino que precede a todo ello y que están inscritos en el mismo hombre, que pertenecen a la gramática humana. Una carcoma que corroe tanto el edificio de la educación como el de la sociedad y de la cultura –de la que con frecuencia es reflejo la institución escolar– consiste tanto en el relativismo gnoseológico y moral, como en el olvido de la verdad de la persona, de la verdad del hombre, inseparable de Dios Creador y Redentor, en el olvido de la naturaleza, de lo que corresponde al hombre por el hecho de serlo, en el olvido del bien y de la belleza, de la razón, o en su reducción a la razón sola con sus patologías, o, más en concreto a la razón científico-técnica y de la razón práctico-instrumental. No se puede educar al hombre cuando, por ejemplo, se le reduce a una antropología derivada de una concepción del hombre sólo como libertad, como decisión, como subjetividad, separada de la verdad. Ahí tiene un papel y una gran responsabilidad la escuela católica, que ha de ofrecer su propia alternativa.
La escuela católica habrá de poner todo su interés en que su enseñanza, ciertamente, sea competente en todos los aspectos: técnicos, científicos, pedagógicos, profesionales. Con menos medios ha de ser capaz de ofrecer máxima calidad de enseñanza y máximo rigor. Pero esto lo hará posible y aun lo elevará si es fiel a su proyecto propio y educa en el bien, en la belleza y en la verdad que nos hace libres: si educa para ser hombres nuevos.