El título es copia casi literal de un libro de Mary Eberstadt, Cómo el mundo occidental perdió realmente a Dios, cuya versión original es del 2013 y su versión española, editada por Rialp, del 2014. No lo conocía y he de agradecer a José Alsina Roca su recomendación, porque se trata de un texto de lectura necesaria para interpretar la realidad en la que vivimos, y lo único que lamento es no haberlo conocido cuando estaba escribiendo Una nueva teoría de la familia. Las funciones de la familia en el crecimiento económico y el bienestar (2016), que surgió de las tareas de un libro anterior, El fin del bienestar (2008).
La tesis del libro puede resumirse, en palabras de la propia autora, en estos términos: “Familia y fe son la invisible doble hélice de la sociedad –un paralelismo literario con la doble hélice del ADN–, dos espirales que, unidas, pueden reproducirse de manera efectiva, pero cuya fuerza y en cuyo impulso dependen la una de la otra”. Lo que la autora matiza en un amplio argumentario, que no desdeña los datos, es la idea de que el declive de la familia no se debe solo, o principalmente, al declive de la fe, sino que es asimismo, en el propio declive de la familia, en su crisis, donde debe buscarse la causa de la secularización de Occidente.
Considero que su tesis se articula bien y facilita una mejor compresión de lo que nos sucede y de las tendencias de nuestro futuro. El derrumbamiento de la doble hélice vital fe-familia significa no solo un cambio radical en nuestras vidas personales, sino otros efectos derivados, o colaterales, que están bien a la vista pero que no se relacionan con sus causas originarias. Se trata de cómo el crecimiento económico no se traduce en unas mejores condiciones de vida como antaño, sino en un aumento de la desigualdad y el empobrecimiento. El declive de la estabilidad y capacidad de la familia clásica tiene una gran responsabilidad en todo ello.
Su efecto se traduce básicamente por dos vías. La individual y la social. En el primer caso, la secularización de los individuos que se unen con vínculos débiles, cohabitación, matrimonio condicionado, o que surgen de las rupturas, como las familias monoparentales, dan lugar a unas peores condiciones de vida para los propios sujetos que aquellos que disfrutan de matrimonios estables y familias extensas. Estas peores condiciones multiplican sus efectos en la medida en que afectan a las personas con menores ingresos; en otros términos, lo que en las rentas situadas en los tres deciles máximos puede ser un sufrimiento, o problemas de continuidad patrimonial y de litigios, para los situados en los deciles inferiores, incluso hasta los medios, puede significar desde la caída en la pobreza a una pérdida sustancial de igualdad de oportunidades, sobre todo para los hijos.
Dado que el peso de las familias de vínculos débiles o desarticulados es ya sustancial en nuestra sociedad, esto también se traduce en una pérdida colectiva de capital social –la familia es el origen– y por consiguiente una pérdida derivada del capital humano, lo cual tiene también efectos colectivos que se hacen visibles en términos de costes sociales, que afectan a los sujetos privados de naturaleza física o jurídica, y a los recursos públicos, básicamente en términos de costes de transacción y de oportunidad.
Pero la pérdida de capital humano tiene otra vía: el declive familiar no solo significa su equivalente en la fe, sino también en aquel marco más amplio donde la fe se insertaba, el de la tradición (no estoy afirmando que la fe necesite de la tradición para trasmitirse, sino que las dificultades para traspasar una poseen el correspondiente correlato en la otra). La tradición, es decir, la capacidad para trasmitir el legado, tiene efectos destructivos sobre el capital moral, esencial para la disponibilidad de capital social, y en general para el buen funcionamiento de la economía. Sin él, el modelo capitalista, la economía de mercado en términos más amplios, se vuelve tan radicalmente desigual que resulta muy difícil de mantener equilibrado, o para utilizar otro termino, sostenible. Y junto con el capital moral, la pérdida del legado ha significado el olvido, cuando no menosprecio, de la virtud, de manera que nuestra sociedad no sabe educar en ella, de hecho ni tan siquiera sabe reconocerla en muchos casos. La prima a la concupiscencia del dinero del sistema económico, y especialmente del financiero, es una exhibición de todo lo opuesto a la virtud, esto es un vicio. Pero la virtud es una máquina virtual, un “transformador” que convierte valores en servicios y bienes materiales. Sin esta “máquina”, los costes de transacción del sistema se multiplican astronómicamente, porque debe ser suplida por normas legales, sistemas de verificación, control, garantías sobre los incumplimientos, costes de los litigios, de las penalizaciones.
Hasta aquí una parte de la reflexión. Aún nos quedaría explorar una cuestión previa y decisiva: cómo hemos pasado de una sociedad donde la fe cristiana era vigorosa y la familia clásica la única normativa, al declive cristiano occidental y el desorden en el parentesco. Pero para una sola dosis ya está bien, y lo dejo para otro día.
Publicado en Forum Libertas.