En la reciente carta del Papa Francisco Gaudete et exultate, invitándonos a la santidad, nos presenta esta página del Evangelio –las bienaventuranzas– como pauta de vida. En las bienaventuranzas se dibuja el rostro del Maestro, y seguirle a Él es ir contracorriente, porque el mundo nos lleva hacia otro estilo de vida. Pero Jesús nos promete –y él cumple siempre– una felicidad por este camino: felices, bienaventurados los que van por este camino.
En la primera, bienaventurados los pobres, están resumidas todas las demás. Pobre en la Sagrada Escritura es el que confía en Dios, el que se fía de Dios, el que pone en Dios toda su confianza y no se apoya en sí mismo. Las cualidades naturales las hemos recibido de Dios y de Dios recibimos continuamente dones de gracia sobrenaturales. La torcedura del corazón humano considera que lo que hemos recibido es nuestro y busca tener más y más para apoyarse más en sí mismo. Curiosamente, cuanto más tenemos (tiempo, cualidades, dinero, etc.) corremos más riesgo de apartarnos de Dios, y de hecho la seguridad de los bienes de este mundo nos aleja de Dios. No debiera ser así, porque Dios está en el origen de todos los bienes, pero la experiencia nos dice que quien tiene se aleja de Dios. Y, por el contrario, cuando uno no tiene está más predispuesto a confiar en Dios.
Por eso, Jesús nos advierte en el Evangelio del peligro de las riquezas. No son malas, y menos aún si son adquiridas legítimamente. Pero el rico se siente seguro y como que no necesita de Dios. Incluso llega a decir Jesús: Ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo. Qué tendrá la pobreza, que Dios tanto la bendice. A su Hijo lo ha enviado al mundo en absoluta pobreza y Jesús ha vivido esa pobreza como expresión de libertad, en una dependencia total de su Padre Dios. Jesús en el Evangelio nos recomienda vivamente la pobreza voluntaria para parecernos a él y seguirle de cerca. En la vida religiosa, por ejemplo, se incluye el voto de pobreza, de no tener nada propio para que aparezca más claramente que el tesoro de esa persona es Dios y no los bienes de este mundo, aunque sean buenos.
Junto a los pobres, Jesús bendice a los mansos y humildes de corazón, como lo es Él. “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso” (Mt 11,29). A nosotros pecadores nos brota inmediatamente la ira descontrolada, incentivada por el odio, el orgullo, la vanidad. El manso y humilde actúa en otra dirección, aguanta y no ataca, no guarda rencor ni venganza, reacciona amando. Reaccionar con humilde mansedumbre, eso es santidad. Y sólo con estas actitudes podemos acercarnos a los pobres y a los humildes.
Felices los que lloran, porque serán consolados. El mundo no quiere llorar, prefiere divertirse, pasarlo bien, ignorar el sufrimiento. Ay de vosotros los que ahora reís, porque haréis duelo. Sin embargo, el sufrimiento forma parte de la vida y con Jesús adquiere un sentido nuevo. Nuestro sufrimiento unido a la Cruz de Cristo adquiere un sentido y un valor redentor. El seguimiento de Cristo nos da capacidad para afrontar las contrariedades de la vida y nos hace capaces de compartir los sufrimientos de quienes lloran, no esquivamos esa realidad, sino que la compartimos con los demás para aliviarlos en su dolor.
Dichosos cuando os odien los hombres, os excluyan y os insulten y proscriban vuestro nombre. Alegraos y saltad de gozo. ¡Qué grande es este reto de Jesús! Porque sucede en nuestra vida, y lo grandioso es que Jesús lo ha previsto y nos alienta con esta bienaventuranza: Alegraos y saltad de gozo. Miremos al Maestro, porque es precisamente lo que ha vivido Él, y es lo que Él quiere darnos a vivir en nuestra vida.
Publicado en el portal de la diócesis de Córdoba (España).