Barbotaban las calderas en los palacios apostólicos, la irritación se mascaba en los pasillos. De nuevo el patético Vatileaks. De nuevo la fuga orquestada de documentos, esta vez cartas llegadas a la propia mesa del Papa con respuestas a consultas delicadísimas que requieren máxima libertad y por tanto discreción absoluta. Pasto para los talk-shows, para el griterío cacofónico, con la sal y la pimienta de todo lo que llega "del otro lado del Tíber". Algunos traicionan de nuevo, y lo peor es que blasonan de luchar por la transparencia y la renovación. Parásitos, que diría el obispo Müller, de Ratisbona.
O sea que el enfado era estratosférico y ya había quien hablaba de cordadas en el Vaticano, de luchas de poder de las que la primera víctima sería Benedicto XVI. Y en estas llega el almuerzo que los cardenales le ofrecen con motivo de su 85 cumpleaños, vaya ojo. A la hora de los brindis el Papa se levanta y habla sin papeles, habla sintiéndose en casa, rodeado de amigos. Y por un momento se desvela la realidad, no la truculencia perversa de tantos medios, sino la realidad de una casa, de una familia con toda clase de miembros, con hijos más o menos listos, más o menos dóciles, con diversos análisis, con temperamentos que hacen saltar chispas... pero unidos en la única lucha que importa, unidos en torno a la piedra que sostiene el edificio.
El Papa está sereno, los mira y sonríe de nuevo como un niño. Les habla de su vida ya larga, de sus días plenos de sol y sus noches de tormenta, unos y otros motivo de acción de gracias a Dios. Y cita a San Agustín. Los cardenales sonríen, ¿cómo podría no citarle? La historia es la lucha entre dos amores, el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, y amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo, en el martirio. Es día de fiesta pero el Papa no esconde la dureza de la lucha contra el mal, incluso cuando pretende disfrazarse de bien. No da puntada sin hilo. Pero entonces sucede algo inesperado, Benedicto habla de la amistad (vosotros sois mis amigos) y no de un modo sentimental. La dureza de la lucha requiere la dulzura de la amistad: "me siento en casa, me siento seguro en esta compañía de grandes amigos que están conmigo y todos juntos con el Señor".
La Iglesia es esta gran amistad, este cuerpo bien trabado que luce las heridas de una larga lucha, extenuante si dependiera de las fuerzas y la coherencia de los hombres. Es curioso, el Papa no ha dicho "lo hacéis todo bien, sois impecables"; ha dicho "sois mis amigos, estamos juntos con el Señor". Es una comunión en las alegrías y los dolores, algo que jamás han podido imaginar ni probar los cuervos del Vatileaks ni los escribanos del odio contra la Iglesia que tanto proliferan estos días.
Al final Benedicto XVI hace un guiño a su vieja y discreta afición al fútbol diciendo a los cardenales que estén tranquilos, porque "estamos en el equipo del Señor, por tanto en el equipo que vence". Días atrás había escrito una bellísima carta con motivo del milenario de la catedral de Bamberg, en la que hablaba de sus muros, "que han resistido a las tempestades de un milenio, las olas de las ideologías del siglo pasado hostiles a Dios y a los hombres". Y concluía con esta serena certeza: "en la Iglesia, de la que la catedral milenaria es un símbolo poderoso, también las generaciones futuras de fieles católicos encontrarán la patria del corazón y protección". Cuánto tenemos que aprender.