Tenemos muchos desafíos, muchos retos: todos ellos importantes, sin duda alguna. Nos encontramos como en una especie de emergencia que nos afecta a todos y a todos nos atañe afrontarla con esperanza y decisión, con mucha fe. Lo que no cabe es la resignación, o la desesperanza, como si fuese una realidad inexorable las graves dificultades que nos conciernen. Es frecuente escuchar comentarios públicos en los que se dice, lo que se juzga, lo que se constata es casi todo negativo, oscuro, sin salida y sin horizonte alguno; y así se genera un clima que conduce o llama a la decepción, o al egoísta ¡sálvese quien pueda! Me gustó mucho, justo es el decirlo, este mismo periódico, LA RAZÓN, en su edición del domingo pasado. Los comentarios de hombres de empresa y del mundo económico abrían horizontes, señalaban caminos de futuro. Esto es lo que necesitamos; porque no dudo en absoluto que en la encrucijada en que nos encontramos se da una fuerte llamada a la esperanza. Es, en efecto, la hora de la esperanza, de suscitar esperanza, es la hora de la responsabilidad de todos. Un campo fundamental, en estos precisos momentos, es el de la educación.
Participé la semana pasada, en Málaga, en el II Congreso de Educación, organizado por la Fundación diocesana Nuestra Señora de la Victoria, que cuenta con más de veinte colegios en la diócesis malagueña, que se remonta a cien años en su primera escuela, y que ha desempeñado tan importante obra social y educativa con las célebres Escuelas Rurales, del cardenal Ángel Herrera Oria. Realidades como ésta son un gran signo de esperanza y una llamada a la responsabilidad común, a creer que es posible salir al paso de la emergencia educativa –una de las más grandes y decisivas que tenemos–, con la posibilidad de afrontarla con verdadero espíritu de superación, confianza, ilusión y fe.
Vi reflejada en esta esperanzadora realidad malagueña la gran respuesta que constituye para nuestro momento histórico la Escuela católica. Estoy plenamente persuadido de que vivimos unos momentos muy importantes y de gran responsabilidad, para la escuela católica. Creo sinceramente que es su gran hora, la hora de una aportación que necesita la sociedad más que en otros momentos. No se trata de cubrir puestos escolares, de suplir a nadie en la obra de «alfabetización», como quizá en otras épocas. Sino de ofrecer a todos lo que es, lo que puede y está en condiciones de aportar en el momento crucial de la educación.
Es la gran hora de la Escuela Católica, hasta tal punto que si no existiese habría que crearla. La situación que estamos viviendo, con una quiebra de humanidad lacerante y al mismo tiempo con un anhelo de una humanidad nueva y renovada, y el futuro de una cultura nueva que o será verdaderamente humana y religiosa o no será, nos hacen pensar en el papel tan importante que está llamada a desempeñar la Escuela Católica.
Las escuelas católicas, por su parte, no han de tener miedo alguno a ofrecer, como verdadero servicio y deber, una alternativa a la enseñanza que ofrezca horizontes nuevos, los que se desprenden de la visión educativa que la sustenta, que es la visión del hombre que se desprende del Evangelio. No han de temer en ofrecer en toda su identidad –que es la garantía y exigencia de máxima calidad en la enseñanza– lo que son, para contribuir a una renovación de la sociedad desde la aportación original, humanizadora y educadora del Evangelio. Claramente, desde la fe en Jesucristo, la fe de la Iglesia, y en comunión estricta con ella.
Sabemos muy bien que haciéndolo así no se contraviene en absoluto, sino que se amplía y consolida lo humano y el bien común, a cuyo servicio se encuentra toda escuela, y también como la fe ensancha la razón.
Es necesario ofrecer y defender con todas las consecuencias y exigencias la escuela católica, que muchas veces –más en la coyuntura social y cultural del momento– tendrá que caminar e ir contracorriente. Pero ese caminar contracorriente es necesario por el bien de los alumnos, de las familias, de la sociedad amenazada y quebrada. Cuando está en juego el bien de la persona, su desarrollo integral, el futuro de la sociedad, una verdadera antropología, habremos de remar contracorriente o con vientos adversos, para no marchar a la deriva. Esto cuesta, pero la fidelidad al Evangelio, que es fidelidad a los hombres, lo reclama. Lo reclama algo fundamental, un deber primario e inexorable: estar e ir a favor del hombre.
Dejo aquí, por ahora, mi reflexión, no sin dejar de agradecer de todo corazón y de animar con todo mi aliento a quienes están trabajando y desgastando su vida en la escuela católica. ¡Qué gran servicio están prestando!
Seguiré con este tema que, sencilla y humildemente, creo de máximo interés en los momentos que atravesamos.