En lo tocante a la apostasía eclesiástica es donde la anticipación de Benson se vuelve prodigiosa: Llega a predecir un documento amenazador que, “bajo el inocente título de Petición, solicitaba del arzobispo el derecho a relajar la disciplina… La propuesta venía firmada por ciento veinte sacerdotes galeses e ingleses” (página 111). Pero su ficción se queda corta. Aquel supuesto derecho a relajar la disciplina, aun siendo sintomático, sería menos grave que un llamamiento público a la desobediencia en temas morales y religiosos básicos. La “Llamada a la desobediencia” de Helmut Schüeller, hecha pública en junio del 2011 la encontramos suscrita por trescientos sacerdotes austríacos; aunque la desobediencia en las iglesias del centro de Europa compromete hoy a varios miles. Es sorprendente que en 1908 pudiera predecirse un desafío parecido. Benson seguidamente dice que “los obispos empezaban a vacilar” (página 143). La pérdida de discernimiento y la adaptación acrítica al mundo, afectando a las jerarquías, era algo que se resistía a entrar en su cabeza. Porque hace un siglo resultaba muy difícil anticipar el poder envolvente, seductor (cf. 2 Ts 2, 11) que alcanzaría la normalización de la aberración - aunque Huxley y Bradbury lo adivinasen poco después - o la dificultad enorme para escapar a su sintonía. Nadie podía profetizar el mimetismo de las mentes, que incluso hoy pasa desapercibido para la mayoría, debido a su progresión graduada y a la modulación paralela y forzada de la doctrina. Cuando Benson relata el ofrecimiento al gobierno de “un grupo de personas con experiencia en asuntos de culto para coordinar las liturgias humanistas” (página 152) no especifica, prudentemente, su rango eclesial. Ese culto es descrito como una representación no cristiana aunque servida por apóstatas, y hoy resulta ingenuo por distante del riesgo de la liturgia actual. Riesgo derivado de su cohabitación en sociedad con la cultura de la muerte. Habría sido insoportable para él, y para la Iglesia de su tiempo, tan sólo imaginar la persistencia del culto cristiano, especialmente de la Eucaristía, en coexistencia “libre de conflictos” con las estructuras criminales.
A nosotros en cambio, agobiados por la institucionalización del odio a la naturaleza y a su Creador, las reacciones que se producen, por ejemplo, en Norteamérica, nos parecen ejemplares. Y sin duda lo son, en más de un sentido. Los obispos de Estados Unidos se niegan a que las instituciones católicas sean obligadas por ley a introducir o sufragar procedimientos anti-naturales u homicidas. Los pastores norteamericanos no se someten a la matanza impune de ovejas que, en tal caso, se efectuaría en sus dependencias (cf. Za 11, 5). Pero, para entender la verdadera dimensión del deslizamiento al que asistimos, conviene degradar esta reacción a su relación con la agresión a la libertad religiosa… El conflicto frontal ha tenido que esperar a esa amenaza particular, porque no se juzgaba prudente desencadenarlo antes. La dignidad inviolable de la vida humana, sin embargo, es un bien anterior a la libertad religiosa y más merecedor aun de resistencia: Ni Benson, ni nadie de su generación, ni ningún cristiano de conciencia recta, en cualquier época, debería admitir una concepción de pluralismo por la cual el exterminio de ovejas pertenecientes a otros apriscos no nos incumbe. O nos incumbe, pero menos: Hasta el punto de no obligarnos a un compromiso total en su defensa.
El verdadero espíritu del Concilio Vaticano II ha sido, sin embargo, muy diferente, porque precisamente en la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa (epígrafe 7), se proclamaba la existencia de derechos fundamentales que pertenecen originariamente a la persona y que toda ley positiva debe reconocer y garantizar: Y la encíclica Evangelium vitae de J.P. II estableció definitivamente que “el derecho primero y fundamental es el derecho inviolable de cada ser humano inocente a la vida” (epígrafe 71). La revisión práctica de esta jerarquía de valores es la que muestra la progresión inadvertida de la apostasía. ¡Y estamos hablando del episcopado americano, valiente a todas luces!
La gran apostasía se desarrolla ante nuestra vista, apenas recubierta con artificios tranquilizadores. La traicionan signos apocalípticos que ni siquiera Benson se habría atrevido a predecir. Las normas de salud debatidas en el Congreso de los Estados Unidos el día 10 de febrero del 2012, por ejemplo, no preparaban solamente una agresión descarada a la libertad religiosa y a la vida, sino, además, una supresión disimulada pero total de la libertad elemental. La confusión deliberada, que se mantiene hasta la fecha, entre la HR4892 y la HR3200, no puede disimular el hecho de que se haya debatido una ley que haría obligatorio el implante corporal de microchips para acceder a los servicios “de salud” nortemericanos… Si Benson hubiese contemplado, como nosotros, los manejos de la empresa Applied Digital – propietaria de la Very-Chip – en el entorno legislativo y sanitario de los Estados Unidos, no tendría la menor duda de que se prepara la implantación literal de la “marca en la mano y en la frente” prevista en el capítulo XIII del Apocalipsis.
Pero Benson vivía una etapa diferente: Había entendido muy bien la afirmación de Newman, esta sí auténticamente evangélica, de que “toda generación de cristianos debería escrutar el horizonte desde una atalaya, cada vez más intensamente a medida que el tiempo transcurre” (4º sermón). La enajenación escatológica colectiva quedaba también fuera de sus previsiones. ¿Cómo hemos podido llegar a despreciar el retorno del Señor que durante siglos alimentó el kerigma? La causa hay que buscarla en un egoísmo atroz que nos hace indiferentes al restablecimiento de la justicia en el mundo. Es triste que Jesús haya tenido que lamentarse a una confidente (que mis lectores conocen muy bien: VDCJ - página 219): “Lleváis veinte siglos preparándoos para mi Venida, y ved como a punto de tener lugar, nadie la espera ya. ¿Por qué no observáis los signos de los tiempos? Toda carne profetizará (Jl 2, 28)”.
La Iglesia descrita por Benson no se doblaba ante el poder avasallador del mundo. En el nudo mismo de su novela, el escritor ponía en labios del Papa un discurso de contradicción frontal: “Reiteramos una vez más – escribió – las mismas condenas dictadas por Nos o por Nuestros predecesores, contra todas las sociedades, organizaciones o comunidades que han sido fundadas para lograr la unidad de los hombres sobre unas bases opuestas a las queridas por Dios” (página 145). Benson imaginaba pues una Iglesia de distinto talante al de ésta con la que sufrimos; a la que vemos administrando un diálogo lleno de matices con las estructuras mundiales. Era prácticamente imposible prever, en 1908, no tanto el espíritu – el verdadero espíritu - del Concilio Vaticano II, rigurosamente ortodoxo y providencial, sino el posicionamiento práctico llevado a cabo en paralelo a dicho concilio: Posicionamiento iniciado con suficiente justificación doctrinal y clara intención pastoral, aunque obligado por sus mismos planteamientos a la asunción de un vértigo de adaptación que ha resultado finalmente irresistible para sectores amplios de misma Iglesia. Ninguna genialidad intelectual capacitaba para adivinar los caminos concretos suscitados por el Espíritu Santo… Porque incluso sus renglones más torcidos constituyen el misterio de Salvación.
Sería un grave error, en este momento crítico y en cualquier otro, atribuir a la Roma contemporánea un giro modernista que hubiese supuesto la apostasía; así como responsabilizar al último concilio del drama actual. Por el contrario, ha sido preciso abrazar al hombre contemporáneo, buscándole en su contexto cultural; y eso es lo que se ha hecho, para gloria de Dios y gran confusión de un abismo contrariado. Se ha hecho, milagrosamente, con “escaso poder” pero “guardando la palabra del Señor y sin renegar de su nombre” y durante el tiempo necesario (cf. Ap 3, 8). Otra cosa es que una parte de la estructura humana de la Iglesia no haya sido capaz de sostener simultáneamente, en medio de fuertes tensiones, la dimensión vertical de la Caridad, rindiéndose al engaño. Pero el desfallecimiento de los ricos de espíritu también estaba previsto en las Escrituras: Es la necedad pastoral (cf. Za 11, 15) que rubricará la hora de agonía de la Iglesia. Durante un tiempo tan breve como difícil…
Para ese momento, ahora inminente, en que la desolación parecerá triunfante y el santuario profanado (Dn 5, 1-4) nos puede servir también la oración maravillosa que Benson puso en los labios de su protagonista: “Yo mismo, Señor, sin tu Gracia, me encontraría sumergido en la desdicha y rodeado de tinieblas. Tú solo eres quien me sostiene y me salva. Infunde y termina tu obra en mi alma. No permitas que desfallezca ni siquiera un instante. Si me dejas de tu mano, caeré en lo más profundo del abismo” (página 51).