Apenas faltan tres años para la celebración del V Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, pero la verdad es que cualquier tiempo es bueno para hablar de ella, porque en su figura se muestra con elocuencia la perenne actualidad de los santos. Podríamos decir con palabras más del gusto del siglo, su testaruda modernidad.
Semanas atrás han comenzado las celebraciones de los 450 años del convento de San José, la primera fundación del Carmelo reformado que fue toda una aventura humana y divina. Recorrer las crónicas de aquella fundación ayuda mucho a relativizar la situación de nuestro mundo actual y de la Iglesia, que a veces tanto nos aflige. Cuánto hubo de bregar Teresa para ver en pie aquella primera comunidad que debía recobrar la límpida regla del Carmelo, tal como su Señor se lo había ido dejando ver a través de un combate en el que podría decirse que hubo de tomar palmo a palmo el alma de aquella brava mujer.
He recorrido muchas veces el corto espacio que separa el monasterio de la Encarnación, extramuros de la ciudad, del recoleto convento de San José en el corazón de Ávila. Resulta fácil y hasta encantador ese breve paseo, nada comparable a las resistencias que Teresa hubo de vencer, eso sí, con la ayuda casi materialmente palpable de la gracia de Dios. Impresiona pensar en el murmullo incesante de calles y mercados sobre la inquieta monja reformadora. Palabras como puñales, maledicencias, acusaciones de falta de humildad y pretensiones de grandeza mundana. Miserias del pueblo llano y cómo no, miserias de los sensatos y de los sabios, que señalaban ya los peligros de esa mujer fantasiosa, quizás presa del Enemigo. Miserias e incomprensiones también de los más cercanos, de sus hermanas del Carmelo; recelos y distancia de alguna de sus amigas más queridas que en el momento culminante le espetó: "en esto Teresa, no te seguiré". Debió significar un dolor inmenso para ella, pero como dice el salmo, "el Señor lo que quiere lo hace", a despecho de cualquier resistencia.
Cuando se funda San José, Teresa ya estaba en sazón. A sus 47 años había recorrido ya muchas estancias de su castillo interior, había luchado como Jacob con el ángel, se había levantado para volver a caer, había sufrido las mercedes inesperadas de su Señor, el espectáculo de su preferencia descarnada que la convertía en objeto de cuchicheos sin fin... Había revuelto Roma con Santiago buscando el juicio certero de la Iglesia sobre lo que sucedía en su alma y sobre la misión que se delineaba ya con ímpetu en su cabeza y en su corazón. Por eso buscaba sus confesores entre los teólogos más que entre los fervorosos, pues quería medirse indómitamente con la objetividad de la Iglesia, cuya forma histórica tantas veces hubo de irritarle.
El Dios de Jesucristo no nos salva a pesar de nuestra humanidad sino a través de nuestra humanidad. Es algo que descubrió casi físicamente Teresa, cuyo camino espiritual estuvo marcado por el apego a la humanidad de aquel "Cristo muy llagado" que le conmovió profundamente. Mujer de luces y afectos, de palabra embriagadora y gesto decidido, de apegos intensos pero de libertad todavía mayor. En toda su aventura se palpa y se huele la correspondencia entre el deseo arrollador del corazón humano y la respuesta de Cristo presente. Ella anticipa a través de su camino místico singular los grandes temas de la relación entre cristianismo y modernidad: cómo la razón, la libertad, la exigencia de justicia y de felicidad sólo encuentran su rescate, su sostén y su plenitud en el Dios hecho carne, dramáticamente presente en la historia de los hombres.
En su vida se despliega el realismo concreto de la fe que permite valorar todo en la perspectiva del gran designio, de la gran construcción del amor de Dios. Es una fe que hace más intensa y libre la amistad (Teresa la vivió de tantas formas), que afirma el valor irrepetible de cada persona singular dentro de la pertenencia a la comunidad, que permite afrontar el sufrimiento y la enfermedad, que dispone a tratar con los poderosos y con los pobres, que nos hace sobrios en el éxito y esperanzados en la derrota.
Así pudo realizar una verdadera renovación tal como la explica tantas veces Benedicto XVI. Y junto a una constelación de grandes santos reformadores en España, ayudó a abrir de nuevo una Iglesia satisfecha de sí misma, acomodada y autosuficiente, al reclamo exigente de su Señor. Pero jamás lo intentó hacer desde la protesta o la rebeldía, sino desde una obediencia radical, desde la alegría profunda de la fe.
Hay una última estampa que deseo evocar. Se desarrolla en Sevilla, lugar que resultó especialmente duro para su obra en los primeros tiempos. Había sido acusada ante el tribunal de la Inquisición y arreciaba la antipatía de un sector del populacho. Teresa siente un profundo cansancio, su cuerpo está ya maltrecho y su reforma sigue en la picota, cada nueva fundación es una batalla sorda y a veces rodeada de tumultos. En la calle, acompañada por algunas de sus monjas, se cruza con una procesión encabezada por el arzobispo. Teresa se inclina para recibir la bendición y entonces sucede lo inesperado: el prelado le ordena levantarse, se arrodilla ante el estupor de todos y pide a la Madre que le bendiga. Años después, en Alba de Tormes, sus últimas palabras serán como una proclamación de serena certeza después de tantas tempestades: al fin muero, hija de la Iglesia.
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