La publicación del «Catecismo de la Iglesia Católica», a finales de 1992 fue un acontecimiento histórico de gran importancia, tanto para aquel momento como para el futuro de la Iglesia y de la misma sociedad. No se trataba de un catecismo más, ni de un simple resumen de la Teología católica comunmente admitida, sino de un texto de referencia para todos los catecismos, y por tanto para orientar y llenar toda la transmisión y educación de la fe de la Iglesia en los años sucesivos. Fue el acontecimiento eclesial más relevante acaecido en los años posteriores al Concilio, precisamente por su estrechísima vinculación a él. No vino a cerrar puertas en la Iglesia, sino a que permanezcan abiertas y a que prosiga aquella primavera del Vaticano II.
Como señaló el Papa, en aquel momento, el Beato Juan Pablo II: el Catecismo era el fruto más maduro y completo de la enseñanza conciliar. Era, es, un instrumento que proseguía y prosigue la gran renovación que Dios impulsó en su Iglesia a través del Concilio. Con él, a parte de encaminarse a fortalecer la comunión eclesial, se busca una revitalización de los fieles y del espíritu misionero de los católicos, llamados a dar razones de su fe y de su esperanza en el mundo.
La publicación del «Catecismo de la Iglesia Católica» no dejó indiferentes a las gentes de hace casi veinte años. Podemos recordar el movimiento y la amplia polémica que se creó en la opinión pública de aquel momento. Hoy, menos todavía, puede dejar indiferente este Catecismo al hombre de nuestros días. Su actualidad es máxima. En efecto, ante los grandes y graves problemas que afectan a la humanidad, ante la exigencia urgente e inaplazable de una nueva evangelización, ante la quiebra y desmoralización de las sociedades «modernas», ante una cultura que no ofrece verdad sino fragmentos de la misma, ante la ruptura y caída de las ideologías..., las gentes de hoy, sean creyentes o no, se preguntan por el sentido de todo, necesitan verdad y certeza donde asentar su vida, razones para proseguir el camino con esperanza. La Iglesia, en su Catecismo, ofrece y entrega hoy a los hombres lo que ha dado y da razón a su vida: su fe, que es respuesta y salida a tantos interrogantes como se plantean los hombres en sus búsquedas y expectativas, carencias y necesidades.
Multitud de católicos de a pie han acudido, y acuden, a este Catecismo buscando la fe de la Iglesia en la que creen y desde la que viven, pero que quizá se encuentra zarandeada y no exenta de lagunas y aun llena de oscuridades y perplejidades; buscan la certeza de la fe católica y apostólica de siempre que ha dado a los que le han precedido en la misma fe sentido y esperanza, razones para luchar, para sufrir y para morir; buscan, en medio de un pluralismo que dispersa, la unidad en lo necesario, el contenido común de la fe.
Algunos, al publicarse contrapusieron –aún hoy contraponen— el Catecismo al Concilio Vaticano II, cuando es el mejor y más fiel de sus frutos. El Catecismo es inseparable del Concilio. Lo es en su origen: el Sínodo extraordinario de los Obispos de 1985, convocado por el Papa Juan Pablo II, con ocasión del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio. El Sínodo quería ser más que un recuerdo solemne de aquel gran evento de la Iglesia. No se quería mirar solamente hacia atrás, sino también hacia adelante: determinar la situación de la Iglesia; reflexionar de nuevo sobre las intenciones básicas y fundamentales del Concilio; preguntarse cómo hacer propias hoy estas intenciones y cómo hacerlas fecundas para el mañana.
Conviene recordarlo, se manifestó una preocupación muy central por la comunión eclesial, por la misión evangelizadora de la Iglesia en nuestro tiempo y por su presencia en el mundo y su servicio a los hombres de hoy. Cosa normal si tenemos en cuenta que estas fueron también unas preocupaciones muy fundamentales del Vaticano II al tratar de responder a la pregunta conciliar clave: «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?».
El Catecismo es inseparable también del Concilio Vaticano II puesto que se ordena a la mejor aplicación de la renovación eclesial propugnada por el mismo Concilio. En palabras del Papa Juan Pablo II en la Constitución Apostólica Fidei Depositum, el Catecismo «está llamado a ser un instrumento de renovación a la que el Espíritu Santo llama sin cesar a la Iglesia». Será «una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial deseada y promovida por el Vaticano II». No en balde, es el Catecismo que aplica a esta nueva etapa de la historia la gran renovación que el Espíritu Santo impulsó a través del Concilio. Se coloca en el mismo horizonte del Concilio y recoge todas sus enseñanzas, auténtica y fielmente interpretadas. Para llevar a cabo esta renovación es imprescindible leer el Concilio íntegramente e interpretarlo auténticamente y, así, aplicarlo valientemente. El Catecismo contribuye a ello, incorporando la riqueza doctrinal y pastoral del Concilio a una síntesis orgánica del depósito de la fe que nos viene de la Tradición viva, haciendo posible que aquella riqueza del pensamiento del Concilio Vaticano II se transmita, con autenticidad, en la predicación y catequesis ordinaria de los fieles, sobre todo de aquella dirigida a la iniciación cristiana. Atraer la atención de pastores, fieles, educadores y catequistas sobre esta motivación –el impulso de la renovación conciliar– contribuye a ver y aplicar el Catecismo con adhesión cordial, sin concepciones reductoras en cuanto a la finalidad de este instrumento.