Ayer, como cada año, celebramos la «Fiesta del Trabajo», cuyo sentido más hondo es la afirmación y defensa del reconocimiento efectivo de la dignidad personal de cada ser humano en el derecho, deber y valor del trabajo en la vida de cada hombre. Lamentablemente, este año, lo celebramos con la cota más alta de parados de nuestra historia. No podemos olvidar, sin embargo, el derecho que cada ciudadano tiene a un trabajo digno y a una remuneración equitativa por el mismo. Y por ello, no podemos silenciar la tragedia del paro que muchos –uno de cada cuatro, demasiados ya– de nuestros conciudadanos conocen por propia y dolorosa experiencia. La tragedia del paro lleva a numerosos hombres y mujeres sin trabajo a caer al borde de la desesperación, o precipitarse en la fosa de una pobreza severa, a engrosar copiosas filas de marginados sociales. No olvidamos a tantos jóvenes que todavía no han llegado a un primer trabajo estable, con todas las consecuencias que de ahí se están derivando; ni a tantas personas que, aun participando de un empleo, no tienen las suficientes garantías de permanecer en él o sufren injusticias en el trabajo.
Ante esta Jornada es necesario recordar, una vez más, que los sistemas económicos han de situar en primer lugar la dignidad de la persona humana, la norma moral, el bien común –y con ello el principio de solidaridad y subsidiariedad– como el criterio inspirador de sus programas; ni pueden ni deben subordinar a los intereses económicos el bien de las personas y de la sociedad; ni sucumbir ante una concepción economicista al uso que resulta inhumana al situar los resultados económicos como objetivo único, prioritario, o como principal criterio inspirador de la actuación económica. Necesitamos así recordar, a este propósito, que «el trabajo no debe limitarse a la producción eficiente de las cosas en el ámbito de la máquina social, sino que debe ser, sobre todo, humanización de la naturaleza y crecimiento del hombre en su humanidad, elemento decisivo de la prueba de la verdad sobre el hombre. Esta base ética del trabajo –verificable según tenga en cuenta la dignidad de las personas que trabajan y sus relaciones de libertad y solidaridad– juzga toda pretensión de no dar responsabilidad al hombre, reducido a simple engranaje de una máquina que se mueve según presuntas leyes inexorables de las cosas» (Juan Pablo II, En el aeropuerto de La Morgal- Oviedo, 20, agosto, 1989) . «El valor primordial del trabajo pertenece al hombre mismo, que es su autor y destinatario. El trabajo es para el hombre: no al revés» (Juan Pablo II, Laborem exercens 6).
Es, pues, el respeto, la defensa y la promoción de persona humana y de su dignidad inviolable el pilar fundamental para la estructuración y progreso del mundo del trabajo y de la misma sociedad. La dignidad personal constituye el fundamento de la igualdad, participación y solidaridad de los hombres entre sí y el apoyo más firme para un verdadero desarrollo económico y social auténticamente humano. Pero esta dignidad se ve fuertemente amenazada por la quiebra moral y la aguda desmoralización que azota a nuestra sociedad, como denuncian todos los diagnósticos. Hechos, entre otros, como una injusta distribución de la riqueza, el aumento real de las desigualdades, el paro persistente, la desatención de los más débiles y de sectores más empobrecidos, el derroche provocador de hombres y grupos bien acomodados y saciados que viven en la abundancia sujetos al consumismo y al disfrute a toda costa, delatan una sociedad moralmente enferma.
Esta quiebra moral afecta a todas las zonas de la vida y al ser moral del hombre. Faltan convicciones sobre el ser profundo del hombre. El hombre de hoy no sabe lo que debe hacer para que el mundo sea más justo, tenga una economía más solidaria, y, además, logre su felicidad porque ha olvidado qué es. Nosotros, los cristianos, creemos que la verdad del hombre se esclarece a la luz de Cristo, Camino, Verdad y Vida. Nuestra convicción más profunda sobre el hombre es que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, conforme a su Imagen única que es Jesucristo, revelador de Dios en quien se nos desvela al propio tiempo el misterio del hombre (Cf GS 22) . Sobre esta base se fundan los derechos que son propios de la persona humana desde su concepción hasta el último segundo de la vida terrena; sobre la semejanza con Dios se funda la dignidad de la persona humana; aquí radica también la igualdad fundamental de los seres humanos. Los cristianos, en los momentos de encrucijada que atravesamos, estemos donde estemos, ocupemos el puesto o cargo que sea, si queremos seguir siendo cristianos, estamos llamados y tenemos el deber para con nuestra sociedad, y ante esta Jornada del Primero de Mayo, de ofrecer nuestra aportación específica como creyentes en Jesucristo. Creemos que estamos en condiciones de aportar algo importante al recto ordenamiento y a la pacífica prosperidad de nuestra sociedad y ello no lo podemos ocultar ni silenciar. No lo ocultó, al contrario, lo puso de relieve, por ejemplo, un hombre como Giuseppe Toniolo, laico, profesor, economista, beatificado el domingo, que trabajó y luchó por una economía basada en la persona humana y la solidaridad.