Dicen que Rubalcaba, como combatiente herido, derribado pero no rematado, se ha visto en la necesidad de llamar a todos a la calle, “que ya es hora de pasearnos a cuerpo”, para librar su personal batalla, con el fin de alcanzar condiciones de vida más adecuadas, más óptimas y mejores, acusando al Gobierno de “sumergir a la sociedad en una enorme ola de pesimismo”. Al cabo, ¿quién no advierte o experimenta ya el drama de la existencia en su desnuda y bruta materialidad? ¿Quién no contrasta de un modo aquilatado la mentira instalada en todos los frentes de un modo insoportable y mezquino?
Resulta, sin embargo, ominoso comprobar cómo el mismo que nos ha arrojado a la calle y puesto a la intemperie, demande ahora rebeldía, orgullo e impaciencia; pretenda hacer de la tierra de nadie un lugar de “salvación” para recobrar la dignidad humana; emerja pretencioso quien fue artífice del modo de vida en que yace hoy el hombre moderno, “lentamente estrangulado por la economía”, como dirá Charles Péguy; reclame, en fin, con vehemencia nuestro favor y ayuda para devolverle al poder que siempre tuvo y que nunca abandonó.
La historia reciente de España representa el histérico optimismo de hacernos creer la inexistencia de la tragedia, la imperante teoría whig o progresista según la cual el hombre está en buenos manos y el momento presente es el de mayor desarrollo, a pesar de las dificultades. Dilapidando todo su capital y heredad, el hombre de la última década practica la perversión de culpabilizar a los demás, sin hacer humilde autocrítica ni arrancar una personal confesión de error y mala gestión de los bienes recibidos.
Los casi dos millones de hogares sin ningún ingreso y el drama del desempleo en España deben estimular cualquier actuación ajena a movilizaciones o crispaciones sociales que produzcan un mayor malestar. Más que nunca se precisa la disciplina del esfuerzo y la educación en la austeridad, denunciando la avidez y codicia, la espiral desatada en los pobres por querer ser ricos, en una sociedad que en la medida que incita a la abundancia y al desenfrenado deseo de bienes materiales invalida el trabajo y el gusto por la sobriedad y la honradez.
Hemos cambiado la abundancia de la vida sencilla por la escasez de una complicada existencia, unas extraordinarias condiciones de vida por la desordenada gratificación inmediata, la necesaria probidad para la vida buena por la corrupción de creer que sólo hay que legar riquezas a los hijos en lugar del “espíritu de la piedad” -como proponía Platón-, desocupándose al fin de otros legados mayores y más dignos, y actuando movidos por meros incentivos económicos.
La vía dolorosa de los recortes del Gobierno se ha convertido para muchos en un nuevo pretexto para incentivar la agitación y el salir a la calle, obligados como están por cargos obscenamente remunerados. Son demasiados los años que llevamos viviendo en la impúdica confianza del derroche y la envidia igualitaria, en la psicosis colectiva de vivir por encima de nuestras posibilidades, sin un mínimo consenso en torno a los valores, con políticas de malversación y despilfarro como animales ávidos de riquezas; demasiados los años de insensibilidad y degradación, de pérdida del sentido de la orientación moral, de incapacidad para distinguir el bien y el mal.
Pero para salir a la calle hay que anunciar “algo nuevo”, como dice el poeta. No basta denunciar los malos tiempos cuando se ha demostrado la propia incapacidad para estar a la altura de los desafíos, cuando se respondía con la incredulidad y el enojo a quienes solicitábamos reconocer siquiera la decadencia. Es necesaria la reacción heroica, no la burda movilización, porque de lo contrario el drama será como estar asistiendo a una función en la que los actores no comprenden lo que están representando.
El levantamiento y la calle, resucitando la España en marcha, llevan a la amnesia de pretéritos errores, a la incapacidad de diagnosticar que la enfermedad anidaba durante mucho tiempo en el organismo y se figura que lo que se necesita es una dosis adicional para curarla. Si no estamos seguros de querer curarnos con grandes remedios para tan grandes males convendría preguntarse si queremos sobrevivir o seremos tan estúpidos, según imagen de Kierkegaard, como el público en un teatro aplaudiendo una y otra vez el repetido aviso de que se ha declarado el fuego en el edificio.
Roberto Esteban Duque, sacerdote y profesor de Teología Moral