Hay gente que durante esta guerra mundial contra el neovirus ha luchado heroicamente en los hospitales. Enfermeros, celadores, médicos merecen nuestro aplauso y nuestro más fervoroso agradecimiento. Se lo hemos tributado sin desmayo. También hay gente que ha trabajado en condiciones difíciles y arriesgadas para asegurarnos el abastecimiento de lo esencial. A los empleados de los supermercados y de las tiendas pequeñas, ya que no el aplauso, al menos no les hemos negado un gesto frecuente de amabilidad y simpatía. Lo mismo que nuestro respeto a los policías y militares, que también han corrido riesgos y efectuado horas extra en beneficio de la seguridad de todos. Y no me olvido de algunos políticos, porque no todos son ineptos, no todos son mediocres, no todos son farsantes. Políticos valientes que han dado la cara, que han estado donde había que estar, que han escuchado a quienes tenían que escuchar, que han reconocido los errores que era preciso reconocer.
Pero también ha habido otra gente que ha hecho mucho contra la pandemia y nadie o muy pocos lo saben o lo reconocen. Es gente que no se pone mascarilla, guantes ni trajes especiales para el combate, sino al contrario, gente que se desnuda. Gente que se abre el corazón ante Dios en el silencio y en la soledad para impetrar su auxilio. Es la gente que ha rezado y sigue rezando sin descanso para que la humanidad se vea libre del coronavirus. El mundo cree que esta gente ya casi no existe, o si existe es muy escasa y además es inútil. Pero el mundo lo ignora todo o casi todo. Quien no puede rezar acaba pensando que rezar es un rito como otro cualquiera, un rito individual que a lo sumo aporta cierta tranquilidad al que lo practica. Rezar, sin embargo, no es meramente pronunciar varias veces unas palabras más o menos fosilizadas, ni es una técnica ya rancia de relajación. Rezar es ponerse en contacto estrechísimo con la fuente de todo ser, abrazar amorosamente a Aquel de quien dependen todas las cosas.
Hay creyentes, pesimistas, convencidos de que, como hoy día los estados son ateos, Dios ya no puede oír a los pueblos. Es fácil tener esta opinión. Puesto que ni el rey de España ni las Cortes ni institución alguna del reino han invocado en los días de esta pandemia, ni por asomo, el nombre del Señor, Dios va a desentenderse de los españoles, va a dejar que el flagelo continúe atormentándonos. Pero ésa no sería una opinión cristiana ni bíblica. Bastaría con diez justos, y aún menos (Gn 18) para que la ira de Yavé no cayera sobre la ciudad. Y en España hay todavía más de diez justos, mucho más de diez personas que invocan, que imploran, que ofrecen un día tras otro por todos. Personas que no conocemos, a las que nadie aplaude, que no piden aplauso, que no piden salario ni nada para ellas. Que sólo piden continuamente salud para el cuerpo y para el alma de todos.
Sí, ya sé que muchos rezan de boquilla. Hay bastantes, quizá demasiados, quizá la mayoría, que rezan -que rezamos- con tibieza o vaciedad de espíritu. Pero afortunadamente Dios no hace recuentos ni estadísticas. Dios nunca se rige por el criterio de los más sobre los menos. Esa minoría que reza bien, esa poca gente que pone el alma en el abrazo al Dios omnipotente, tiene un poder inmenso sobre el curso de las cosas. No me cabe la menor duda de que esa gente está haciendo mucho por que esta inmensa catástrofe haya empezado a remitir.
No a todos nos ha sido concedido un oficio en que con nuestras manos y brazos o con nuestra formación científica podamos hacer algo práctico por nuestros semejantes. Los honores nunca pueden ser para todos. Pero igual que fue dicho que no sólo de pan vive el hombre (y por eso existe el culto, y del culto nos viene la cultura), y por eso existen ricos y pobres, también hay que decir que no sólo de nuestro trabajo material vive Dios y se construye el bien, sino de toda palabra que salga de nuestra boca y de nuestro corazón.
Publicado en El Diario Montañés el 15 de mayo de 2020.