Nadie lo ha dicho, una semana atrás, en el diluvio de homenajes que se desató por el séptimo cumpleaños de Benedicto XVI como Papa: el elemento que más ha develado el sentido profundo de su pontificado ha sido un temporal.
Era una noche tórrida en Madrid, en agosto de 2011. Frente al papa Benedicto, en la explanada, un millón de jóvenes, con una edad promedio de 22 años, desconocidos. Imprevistamente un remolino de agua, de relámpagos y de viento se abate sobre todos, sin ninguna posibilidad de cubrirse. Vuelan por el aire manojos de focos, vuelan lejos carteles, también el Papa se moja. Pero él se queda en el lugar, frente al explosivo regocijo de los jóvenes por el inesperado espectáculo no programado que brinda el cielo.
Cuando cesa la lluvia, el Papa pone al costado el discurso escrito y dirige a los jóvenes pocas palabras. Invita a mirar no a él, sino a ese Jesús que está presente en la hostia consagrada sobre el altar. Se arrodilla en silencio y en actitud de adoración. Lo mismo ocurre en la explanada: todos se arrodillan sobre la tierra mojada, en medio de un silencio absoluto, durante una buena media hora.
En Madrid no fue la primera vez que Benedicto XVI se arrodilló delante de la hostia sagrada, en prolongado silencio. Ya lo había hecho en Colonia, en el año 2005, poco después de haber sido elevado al papado, allí también en la vigilia nocturna con miles de jóvenes, ante el asombro de todos.
Al evaluar este papado, pocos han comprendido la audacia de estos gestos contracorriente. Pero cuando Benedicto XVI los cumple y los explica, lo hace con la actitud apacible de quien no quiere inventar nada propio, sino simplemente ir al corazón de la aventura humana y del misterio cristiano.
También Rafael, hace cinco siglos, en ese sublime fresco de las Salas Vaticanas que es la "Disputa del Santísimo Sacramento", puso la hostia consagrada en el centro de todo, sobre el altar de una grandiosa litúrgica cósmica que ve interactuar al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, a la Iglesia terrenal y celestial, al tiempo y a lo eterno.
Cuando Benedicto XVI convocó su primer sínodo, en el 2005, lo dedicó justamente a la Eucaristía, y quiso que se proyectara durante todo el encuentro ese fresco de Rafael, en una pantalla colocada frente a los obispos allí congregados de todo el mundo.
De Joseph Ratzinger se han discutido las doctas exposiciones en la universidad de Ratisbona y en el Collège des Bernardins de París, en el Westminster Hall de Londres y en el Parlamento Federal de Berlín. Pero un día se descubrirá que el mayor distintivo de este Papa son las homilías, al igual que antes de él lo han sido para san León Magno, el Papa que detuvo la invasión de Atila.
Las homilías son las palabras de Benedicto XVI que no se tienen en cuenta. Las pronuncia durante la Misa, peligrosamente cercano, entonces, a ese Jesús que está vivo y presente en los signos del pan y del vino, a ese Jesús que – él predica incansablemente – es el mismo que explicó las Sagradas Escrituras a los caminantes de Emaús, en forma tan parecida a los hombres extraviados de hoy, y que se les reveló al partir el pan, como en el cuadro pintado por Caravaggio que está en la National Gallery de Londres, y que desaparece en el momento que es reconocido, porque la fe es así, no es nunca visión geométricamente cumplida, sino que es juego inagotable de libertad y de gracia.
A la fe nula o escasa de tantos hombres de hoy, en las Misas banalmente reducidas a abrazos de paz y asambleas solidarias, el papa Benedicto XVI le ofrece la fe sustancial en un Dios que se hace realmente próximo, que ama y perdona, que se hace tocar y comer.
Ésta era también la fe de los primeros cristianos. Benedicto XVI lo ha recordado en el Angelus de dos domingos atrás. Dijo que el nacimiento del domingo como "día del Señor" fue un gesto de audacia revolucionaria, precisamente porque extraordinario y conmovedor fue el acontecimiento que lo originó: la resurrección de Jesús y sus apariciones posteriores, en su condición de resucitado, entre los discípulos cada "primer día de la semana", es decir, el día del comienzo de la creación.
El pan terrenal que se convierte en comunión con Dios, dijo el Papa en una homilía, "quiere ser el comienzo de la transformación del mundo, para que se convierta en un mundo de resurrección, en un mundo de Dios".