A las cinco de la tarde en la catedral de Ávila, hace hoy mismo veinte años, era ordenado Obispo. Por pura y condescendiente gracia y benevolencia de Dios misericordioso recibía el inmenso e inmerecido don de este ministerio episcopal. En la Iglesia y a su entero servicio, era constituido sucesor, aunque sin duda indigno, de los Apóstoles. Mi vida cambiaba por completo: una nueva y decisiva andadura emprendía aquella tarde. Tras cuatro lustros sólo puedo decir la palabra más hermosa del vocabulario: ¡gracias!, incesantemente y por siempre; ¡gracias! a Dios y a la Iglesia, a todos.
Emprendí este ministerio, encargo y misión, siempre servicio y nunca poder ni dominio, con mucha esperanza; con la misma, y si cabe aun mayor y acrecentada esperanza, lo continúo ahora, por la inmensa bondad que Dios muestra para conmigo. A largo de estos años, mi experiencia da fe que es verdad que Cristo camina junto a nosotros, «hoy, ayer y siempre» (Heb 10); que Él está con nosotros en todo momento, como Pastor supremo, y que es quien lleva a su Iglesia a la plenitud de la verdad y de la vida, con nosotros y, a veces, a pesar nuestro, incluso. La bondad del Señor nunca me ha dejado abandonado, aunque yo no le haya sido fiel en toda ocasión y momento, y no le haya correspondido, en mi torpeza y pecado, a su amor y a su gracia. ¡Que Él, en su amor infinito y en su misericordia entrañable me perdone, como sólo El sabe hacerlo! Confieso que me siento gozoso y en paz, aunque, como es normal, no faltan sufrimientos, porque el mundo es complejo y difícil, uno es como, es con tantas debilidades; y, además, que lo de ser Obispo no es fácil, ni es enseña de triunfalismo, sino de la Cruz de Cristo.
Han sido años intensos. Diría que muy intensos. Diversas diócesis, situaciones humanas y eclesiales muy distintas: Ávila, primero, después Granada (al tiempo Cartagena, unos meses, como Administrador Apostólico), y después Toledo (todos lugares emblemáticos, que han marcado mi vida y su dirección); ahora, llamado por el Santo Padre a colaborar con él, en la Congregación para el Culto Divino, en Roma, sirviendo a la Iglesia Universal. Han sido años de inmensos dones de Dios, que no soy capaz de explicar de manera adecuada, pero que todos y cada uno de ellos merecen por mi parte toda alabanza y acción de gracias. Él ha tenido conmigo mucha piedad y misericordia y ha venido en mi auxilio; además, merece la pena.
Todo es gracia suya; todo lo bueno que haya en estos años es suyo. Las torpezas, errores, y debilidades, míos. Que Dios mire compasivo mi debilidad y venga en mi ayuda, ya que sin Él no puedo hacer nada; y que me ayude a que en todo momento lleve una vida según su voluntad, para que puedan germinar los frutos que Él espera del ministerio que la Iglesia me confió aquel 25 de abril de 1992. No sé hacer balance de este tiempo. De todos modos, lo pongo en manos de Dios y lo dejo a su juicio, que siempre será un juicio verdadero y justo, y en ningún momento dejará de ser comprensivo y misericordioso. Lo cierto es que Él renueva en mí la misma ilusión, los mismos anhelos y la misma esperanza del primer día. He aprendido un poco mejor lo que es ser Obispo –servir y dar la vida por Dios y por los hermanos–; y porque me siento cada día más identificado con la realidad de la Iglesia –mi gran pasión–, y la realidad de los hombres y del mundo. Tengo muy presente la Carta a los Hebreos, y, así, trato de correr en la carrera que me toca, sin retirarme, «fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre». No me canso, ni pierdo el ánimo, y creo que todavía no he llegado hasta el límite –«hasta la sangre»– en esta brega o batalla que es el ministerio episcopal (Cfr. Heb 12, 2-4). Por obediencia y fe gozosa he ido siempre donde me han enviado para contribuir a la edificación de la Iglesia, cuyo arquitecto y constructor sólo puede ser Dios (Cfr Heb 11,19): es verdad que si no es Él quien construye, en vano nos cansamos los constructores (Salmo 113). Todo lo confío en Él, y de Él: «como un niño recién amamantado, en brazos de su madre». A veces tengo la tentación de apoyarme demasiado en mis fuerzas, en mis proyectos, en mis acciones; pero es eso, sólo eso: tentación.
A los veinte años de mi ordenación episcopal, traigo aquí aquellas palabras del Cardenal Van Thuan, en su libro «Testigos de esperanza»: «Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has hecho y deseas seguir haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, ...; todo eso es una obra excelente, son obras de Dios, ¡pero no son Dios! Si Dios quiere que abandones todo eso, hazlo enseguida, y ¡ten confianza en Él! Dios hará las cosas infinitamente mejor que tú. Él confiará sus obras a otros que son mucho más capaces que tú. ¡Tú has elegido a Dios sólo, no sus obras! ... Elegir a Dios y no las obras de Dios. Ese es el fundamento de la vida cristiana, en todo tiempo. Y es, a la vez, la respuesta más auténtica al mundo de hoy. Es el camino para que se realicen los designios del Padre sobre nosotros, sobre la Iglesia, sobre la humanidad de nuestro tiempo».Cuando releo esta página, me digo: «Es verdad, qué sencillo y simple es; ¡qué torpe soy!, para no darme cuenta de que esto es lo mejor, que es lo único que vale en la vida de un pastor, que lo más importante y decisivo en la vida de un pastor es concentrarse en lo único necesario, en lo único que importa por encima de todo: Dios y su voluntad». Este es precisamente mi lema episcopal: «Fiat voluntas tua» («Hágase tu voluntad»).