El Señor está cerca: venid, adorémosle. Con estas palabras nos invita la liturgia de los últimos días de Adviento a acercarnos a la cueva de Belén, donde tuvo lugar el nacimiento del Salvador. Mañana, en la Nochebuena, nos colocaremos una vez más ante el pesebre para contemplar maravillados al Verbo hecho carne. Brotarán en nuestro corazón sentimientos de alegría, admiración y gratitud ante el prodigio: que el Creador del universo vino por amor a poner su morada entre los hombres.
En su carta a los Filipenses, San Pablo nos dice que Cristo, «siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango tomando la condición de esclavo haciéndose semejante a los hombres» (2,6). En esta Navidad reviviremos este sublime misterio de gracia y misericordia.
Desde siglos atrás, Israel esperaba al Mesías. Lo imaginaba como un caudillo político-militar que liberaría a Israel de los romanos. El Salvador, sin embargo, nació en un establo, sin puertas, sin abrigo, en el silencio y en una pobreza total. Vino como luz que ilumina a todos los hombres, «y los suyos no la recibieron» (Jn 1, 9.11). Sin embargo, «a todos los que la recibieron les dio poder de ser hijos de Dios» (1,12). La luz prometida iluminó los corazones de quienes habían perseverado en la espera vigilante y activa, para regalarles a ellos y a nosotros la filiación divina.
Yo estoy seguro de que todos nosotros nos hemos ido preparando a lo largo del Adviento orando y vigilando al encuentro con el Señor. Yo os invito a extremar la preparación cuando faltan pocas horas para la Nochebuena. Vigilando y orando, como dice San Máximo de Turín, podremos reconocer y acoger el fulgor de la Navidad de Cristo, el Sol que nace de lo alto, que disipa las tinieblas y lo renovará todo con su fúlgido esplendor.
En las vísperas de Navidad de 2006 el Papa Benedicto se preguntaba si el hombre del siglo XXI espera todavía a un Salvador. Respondía diciendo que muchos no lo esperan, porque consideran a Dios como extraño a sus intereses. Creen no necesitarlo. Viven como si no existiera, o como si fuera un obstáculo que hay que eliminar para poder realizarse. Añadía que, a pesar de sus contradicciones, angustias y dramas, y quizá por estos dramas y angustias, la humanidad de hoy busca inconscientemente un camino de salvación. En los últimos sesenta años, falsos profetas han propuesto una salvación de bajo coste, un neopaganismo que algunos han presentado como una nueva cultura y casi como una nueva religión, cerrada a Dios y a los demás. Sus dogmas serían el amor a la belleza y a la naturaleza, a las delicias del placer y los deleites refinados, sin excluir todo tipo de estimulantes.
Del final trágico de muchos de estos profetas de la salvación efímera nos dan cuenta con frecuencia los medios de comunicación. Ello pone de manifiesto todas las frustraciones y desilusiones que ha generado la búsqueda de una salvación tan distinta de la que nos trae el verdadero Redentor del hombre, el único que renueva al mundo y nuestra vida. Nosotros los cristianos tenemos la obligación de difundir, con la palabra y con la vida, la verdad de la Navidad y la salvación auténtica que Cristo nos trae. Al nacer en la pobreza del pesebre, Jesús viene para ofrecer a todos la única alegría y la única paz que pueden colmar las ansias de felicidad del corazón humano.
La liturgia de estos días nos insta a vivir las horas finales del Adviento preparándonos a acoger en nuestro corazón al Señor que viene. La espera vigilante y orante debe ser nuestra actitud fundamental en estas vísperas. Es la actitud de los protagonistas de la primera Navidad: Zacarías e Isabel, los pastores, los magos, el pueblo sencillo y humilde, pero, sobre todo, María y José, que vivieron más que nadie la emoción del acontecimiento del que iban a ser protagonistas y testigos. No es difícil imaginar cómo pasaron los últimos días, entonando en su corazón el Maranatá [Ven Señor Jesús], y esperando estrechar al recién nacido entre sus brazos. Con qué interés prepararían las pobres ropitas con que cubrirían al Niño.
Que su actitud sea la nuestra. Que ni la frivolidad ni el consumismo nos despisten en este camino de interioridad fecunda. Que el Señor, que nace de nuevo en esta Navidad, no nos encuentre distraídos o dedicados simplemente a decorar con lucecitas y papel de fantasía nuestras casas, o a preparar los regalos o los banquetes navideños. Decoremos más bien en nuestro espíritu una digna morada en la que Él se sienta acogido con fe y amor. Que nos ayuden la Virgen y San José a vivir con autenticidad y verdad el Misterio de la Navidad, que yo os deseo muy feliz a todos vosotros y a vuestras familias.
Publicado en el portal de la archidiócesis de Sevilla.