Mañana se cumplen siete años de la elección de Benedicto XVI para suceder a Juan Pablo II en la sede de Pedro. La elección de Dios recayó sobre aquel que, en su primera aparición pública como Papa se autodefinió como «un sencillo, humilde, trabajador de la viña del Señor»; y, en la Eucaristía de inicio de su pontificado, dijo: «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor, y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia». Grande y bello programa, sin duda. «Conocer lo que Dios quiere, conocer cuál es el camino de la vida, era la alegría de Israel, su gran privilegio. Esta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios en vez de alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica -quizá a veces de manera dolorosa- y nos hace volver de este a nosotros mismos. Así no servimos solamente a Él, sino también a la salvación de todo el mundo» (Benedicto XVI) . Fiel testimonio de esto son los siete años de su pontificado.
Si la misión de Jesucristo es abrir el cielo a la tierra, y traernos a Dios, que es Amor, ¿qué otra cosa está haciendo el Papa?. Por poner un solo testimonio: ¿No es esto mismo acaso lo que hemos visto y oído en su reciente viaje a Méjico y Cuba, por ejemplo en su encuentro con los niños en Guanajuato?
El programa que está desplegando fielmente, con el auxilio de lo Alto, en estos siete años es el de Jesucristo: Jesucristo mismo, «el único programa». Así lo mostró desde la Homilía de la Misa del inicio de su pontificado: «En este momento –dijo– mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la plaza de San Pedro. El Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes. ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a Él–, miedo de que El pueda quitarnos algo de nuestra vida? No tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella?¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡No!, quien deja entrar a Cristo no pierde nada, –absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande–. ¡No! Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y con gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a El, recibe el ciento por uno. Sí, abrid de para en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida (Benedicto XVI). Como Pedro ante el paralítico que pedía a las puertas del templo, el Papa, en estos siete años, está diciendo a la humanidad entera: «No tengo oro ni plata, lo que tengo te doy. En nombre de Jesús: ¡levantaos y caminad!: Esta es su riqueza, ésta es su palabra.
Su programa estos siete años, cumpliendo la voluntad de Dios, no es otro que Cristo, el buen pastor, que carga nuestra humanidad sobre sus hombros hasta la cruz y nos invita a llevarnos unos a otros, y cuya inquietud es animar al pastor: !INo es indiferente -dirá- para él que muchas ovejas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de los explotadores y de la destrucción. La Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquél que nos da la vida, y vida en plenitud! (Benedicto XVI) . ¿No está siendo esta misma la acción pastoral del Papa? No le son indiferentes estos desiertos.
Cristo, único programa de Benedicto XVI, fielmente seguido: Cristo Cordero de Dios, «Dios mismo, pastor de todos los hombres que se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados. No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: El mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, necesitamos de su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres» (Benedicto XV). Característica del pastor, y más del Pastor supremo, debe ser amar a los hombres que le han confiado, tal como Cristo, su Señor. «Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuesto a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de su palabra, el alimento de su presencia que Él nos da en el Santísimo Sacramento» (Benedicto XVI). Este es el pastor que conduce a la Iglesia. Hoy, al tiempo que le felicitamos y le aseguramos nuestro afecto filial, pedimos a Dios por él: que siga dándole fuerza y vida para cumplir su misión; que siga sin miedo, cuidándonos, para no huir de los lobos que acechan a su rebaño, como dijo hace siete años.