Acerca del último desafío de los curas en Alemania al Papa Francisco, un servidor era interpelado en las redes sociales. Me preguntaban retóricamente si no existiría el cielo para los homosexuales; a lo que espeté que llegaría antes para los homosexuales que para los curas homosexualistas. Tal vez porque recordé en aquel instante la novela de Michel de Saint Pierre Los nuevos curas, una crítica, pletórica de doctrina, a la clerecía modernista. En la novela, el autor recuerda que la espiritualidad correcta solo es la atinente al Magisterio y por tanto se sienta en la obediencia, en cuyo gozo cabe el desarrollo del resto de virtudes. Una novela didáctica que nos enseña que seguir a Cristo no es creer en la divinidad del obrero, del homosexual o de la capa de ozono; es anunciar el Evangelio y cumplir con los mandatos divinos.

Si el poder afrodisíaco del socialismo hizo en su día mella en los nuevos curas, el amor multiforme (y su adagio “amar no es pecado”) ha terminando de mundanizar las almas de eso que algunos llaman “nueva iglesia”. Lastre mundano que, de generación en generación, ha dado de sí una colección de seminaristas apóstatas y, lo que es peor, otra de apóstatas ordenados al sacerdocio y dedicados a tiempo completo a modificar la doctrina a las anchas de sus sentimientos.

Sobre los apóstatas ordenados en el sacerdocio, San Pío X (gran sancionador del modernismo) ya advirtió contra ciertos sacerdotes que, "so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia” (Pascendi, 1).

Y el Papa Montini, en su etapa como arzobispo de Milán, terminaba de pintar el retrato psicológico del apostatado modernista: “En vez de afirmar sus ideas frente a las de los otros, se apropia de las de otros. No se convierte, se deja uno convertir. Tenemos el fenómeno inverso del apostolado. No se convierte sino que se rinde uno”. Pablo VI, premonitorio, avisaba que el apóstata peligroso no es el seminarista perdis que, zascandil, abandona el seminario para engrosar las filas del ateísmo militante. Ése es el apóstata ordinario. El peligro se encuentra en el apóstata infiltrado en el seminario hasta hacerse ordenar sacerdote. Un apóstata ordenado renuncia previamente a los votos y al Magisterio, y después presume de laicismo. Pero el caso del apóstata desordenado es bien distinto: abjura de la doctrina, pero se guarda celosamente los votos que le convienen para infectarlos del condumio profano. El primero de los apóstatas descritos es soldado del mundo, el otro, un agente doble.

El germen de esa picazón colectiva, que es la de los apóstatas desordenados (es decir, ordenados en el sacerdocio), es el sentimentalismo que lleva siglos instando a muchos clérigos a una emotividad religiosa ajena a los dogmas. Ese sentimentalismo, esbozado por Michel de Saint Pierre en su novela, el que hizo creer a los nuevos curas que Carlos Marx “reveló al proletariado su misión histórica”, es el mismo sentimentalismo que ha erigido a los curas alemanes en portadores de la filia homosexista. Con una emotividad apestada de filantropía, se ufanan de escuchar al mundo como si en él se hallará la gracia. Una intrepidez sentimental, que ha hecho pus en el voto sacerdotal sin el cual los demás quedan descuajeringados: la obediencia. Por ahí escarpó el veneno contra la sana doctrina.

De esos curillas y prelados de rondalla, infatuados de ser la vanguardia de la frailería, ya dio buena cuenta en su día Pablo VI: “Solo consideran verdaderos católicos a los que sean capaces de todas las flaquezas y de todos los compromisos”. Así las cosas, Michel de Saint Pierre escribía mediante uno de los personajes de su novela que el sacerdocio no puede ser más que la profesión perenne de los tiempos apostólicos: ”No debemos asumir directamente los problemas temporales porque Cristo no lo hizo nunca, ni los apóstoles ni los padres de la Iglesia”. Y continuaba: “Se trataba de espiritualizar a los hombres, y fue entonces cuando se realizó con la sola palabra del Señor la más amplia reforma social de todos los tiempos”.

Toda una enseñanza inequívoca para los dudosos: solo la recta doctrina da rigor a la piedad, solo es posible la Caritas in Veritate (parafraseando a Benedicto XVI); lo demás no son más que flaquezas propias de apóstatas desordenados.