El esencial entusiasmo con que fueron acogidas por mi madre las palabras del obispo de Alcalá de Henares en su homilía del pasado viernes santo fue directamente proporcional a la indignación que desataron en la mentalidad del progresismo católico y el rampante laicismo, uniformados como están en sus planteamientos intolerantes y hostiles hacia la Iglesia católica.
No aguanta ya la conciencia tener ningún arbitro moral fuera de sí misma, ni patrimonio alguno que no sea el que la sociedad acuerde en cada momento, sin tiempo interior ni continuo. Los valores religiosos o bien son categóricamente rechazados por resentimientos sociales o literalmente castrados de cualquier pretensión comunitaria o dimensión pública de la fe, instancia sobrevenida como peligrosa cuando trasciende lo políticamente correcto y se resiste a quedar asimilada por las formas de vida modernas.
Hace mucho tiempo que dejó de regir una ley moral absoluta y eterna, escrita en el corazón de los hombres. La misma religión ha sido sustituida en buena medida por la política. Lo pronosticó Pablo VI en 1974, cuando se preguntaba si el mundo podría tolerar “una religión como la nuestra”. Las palabras del obispo Reig Pla el pasado viernes santo, más allá de los exabruptos de algún académico anticlerical o el resurgimiento del Polizeistaat (policía estatal), han despertado el odium fidei, el odio del actual radicalismo laicista hacia la religión, la insoportable influencia de ésta en la cultura.
El obispo de Alcalá de Henares se limitó a mostrar la concepción natural antropológica del ser humano. La naturaleza humana es buena, como todo lo creado. La fe cristiana tiene una confianza absoluta en la bondad última de la Creación. Pero el hombre es ontológicamente un ser libre que tiene pasiones. Y las pasiones pueden inclinar su libertad a la malicia del pecado, percibido como engaño que destruye, como ingratitud y como injusticia. De ahí que la libertad necesita gobierno para corregir los deseos y las inclinaciones que puedan perturbar la vida colectiva.
Rechazar la existencia del pecado y del mal es tanto como pretender liberarse de la tradición cristiana e introducir el pensamiento ideológico, apareciendo el Estado de Derecho como el depositario único de la moralidad y de la conducta externa a través del Derecho y de la Ley. Cuando se desprecia la verdad, se incorporan los valores, que es tanto como aferrarse a la autonomía moral. ¿Qué debería hacer finalmente el hombre excepto obrar de acuerdo a los valores oficialmente aceptados por la cultura, conformes a la voluntad de poder, indiferente a la verdad y la justicia?
La Iglesia no aspira a cambiar al hombre, sino a encauzar sus pasiones y apetitos, recordándole que su comportamiento es con frecuencia equivocado: “el hombre no es ni ángel ni bestia, pero cuando quiere comportarse como un ángel se comporta como un animal”, sentenció Pascal. Esto es lo que no toleran las bioideologías, especialmente la de la homosexualidad, impregnada de un fuerte espíritu sectario en cuanto acepta la religión en la medida en que no se haga un absoluto de la naturaleza humana. La hostilidad de la homosexualidad hacia la religión es relativa: se aceptará siempre que se reconozcan sus propios fines. La homosexualidad acoge el cristianismo si no se le opone en el terreno moral, puesto que no se admiten distinciones absolutas entre el bien y el mal, con el fin de superar el mal.
Thomas Huxley cuestionó la relación entre el hombre y la naturaleza. Darwin volvió a la carga con su desprecio por el hombre tal y como es, finito y contingente, si bien redimido. El odio a la naturaleza humana, origen del mal, lleva a la afrenta por el hombre. Las palabras del obispo Reig Pla han evidenciado que no se soporta la categoría del pecado ni se entiende la categoría de la gracia. La idea del pecado es la bestia negra de la homosexualidad, para quien no existe el bien y el mal en cuanto se pueden alterar con la modificación de la naturaleza humana.
La religión debe seguir ofreciendo una firme subversión, una influencia negativa sin fisuras, oponiéndose a realizaciones contrarias a la naturaleza humana, inspirando la búsqueda constante del bien de la persona y de la verdad del hombre, que se plasmará en la estructura de la sociedad y en el espíritu de los que gobiernan y legislan. Hacen más daño la inmoralidad de las costumbres y la influencia irreligiosa de los medios de comunicación social que todo el fervor con que puedan ser acogidas las palabras proféticas de un obispo.
El retraimiento y el conformismo ante el pensamiento laicista dominante o ante ciertas leyes injustas, provocadoras de costumbres contrarias al bien común, la inhibición del anuncio del Evangelio en su integridad en un mundo que se ufana en la rebelión frente a la naturaleza humana y en la opinión avanzada del snobismo de una libertad sin vínculos, sería tanto como practicar un abyecto dimisionismo ministerial que, lejos de ennoblecer, ridiculiza la misión misma de la Iglesia y olvida que el éxito de Cristo se da a través del fracaso de la Cruz.
Roberto Esteban Duque, sacerdote y profesor de Teología Moral