Durante la Semana Santa, hemos contemplado el rostro de Cristo, el rostro del Siervo de Dios, el rostro de Dios mismo, y al mismo tiempo, la faz ensangrentada del hombre, tan así desfigurada que no parecía de hombre, pero redimida y rescatada: «Porque tanto ha amado Dios al mundo que le ha entregado su Hijo único para que tengamos vida» y participemos de la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
Ahí está el hombre, ahí está Dios que es Amor: su amor entregado por el hombre, su rebajamiento hasta la muerte, su llenar todo con su amor hasta el vacío de la nada que es la muerte, la enemiga del hombre, la indefensión suprema o el desvalimiento más atroz. En la Cruz, Jesús callaba, guarda silencio, pero su silencio se hace palabra, palabra elocuente con la que Dios nos lo dice todo, palabra única, llena de gracia y de verdad. En la Cruz aparece, en la aparente debilidad del que cuelga del madero como un proscrito, la fuerza todopoderosa del amor y de la misericordia de Dios, que lo llena todo hasta el vacío y el abismo de la muerte, y la luz que disipa la espesa y negra oscuridad del pecado, de la injusticia y del odio, expresados en el mayor crimen de la historia, que es pretender la muerte de Dios mismo.
«¿Dónde, nos preguntan los hombres de nuestro tiempo, está vuestro Dios?». No podemos decirle, es cierto, sino que colgado del madero de la Cruz, crucificado en medio de dos malhechores como un malhechor más, condenado sin defensa ni protección y rechazado en juicio sumarísimo, tan sumarísimo que no se da lugar a que responda. Ahí está Dios en el silencio de la Cruz, en el grito desgarrador de su Hijo, y de todos los crucificados de la historia que con Él gritan al cielo y claman ante la tierra: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». «Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome, hasta cuándo me esconderás tu rostro?».
Éste es el gran escándalo de la Cruz, y, por ende, de la fe cristiana: ¿cómo puede ser Dios uno que muere condenado a manos de unos poderes ciegos y de una muchedumbre manipulada, pero consiente, y sumido en un fracaso a los ojos de los hombres? ¿Puede revelarse y comunicarse Dios ahí? ¿Puede seguir creyendo en Dios en medio de ese lado tan oscuro de la vida que es el mal y el sufrimiento bajo tantas y tantas formas en número ilimitado? ¿Se puede creer ante la muerte, más aún si es violenta de los niños, o tras las grandes masacres destructoras de los siglos XX y XXI, que todos tenemos en la memoria? Si Dios es tan bueno, si Dios nos quiere tanto, ¿por qué permite tanto sufrimiento?, y si es tan poderoso, ¿por qué no interviene? Son quejas y preguntas amargas de la humanidad amasadas con dolor, llanto, sufrimiento.
Que Dios no intervenga con su fuerza en favor de los que sufren, como no intervino en favor de Jesús, no significa que esté ausente o indiferente ante el sufrimiento de los hombres. Significa más bien todo lo contrario: que asume y hace suyo el sufrimiento de los suyos, como hizo suyo el sufrimiento de Jesús, para redimirnos con su amor. Este amor de Dios no podía hacerlo morir la muerte misma, ni podía derrotarlo como derrotado ha sido el hombre alejado de Dios, engañado y seducido por el mal. «No tengáis miedo. Sé que buscáis a Jesús, el Crucificado. No está aquí; ha resucitado según lo había dicho». Éste es el gran anuncio para los cristianos de hoy; éste es el gran pregón para los hombres de todos los tiempos y lugares. La crueldad y la destrucción de esta crucifixión no han podido retener la fuerza infinita del amor de Dios, que se ha manifestado sin reserva ni límite en la Cruz, llenándolo todo, redimiendo todo.
Los lazos crueles de muerte con que se ha querido apresar para siempre al Autor de la vida, Jesucristo, han sido rotos; no han podido con Él. No busquemos entre los muertos al que está vivo. «¡Ánimo, yo he vencido al mundo», asegura el Señor. Ésta es nuestra fe. Ésta es nuestra victoria: la fe de la Iglesia que vence al mundo, la que derrota al mal y la muerte. Ésta es la fe que hemos celebrados en la Semana Santa, que comenzando en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén sobre los lomos de un borriquillo, y pasando por la Cena del Señor, su pasión y muerte, culmina en la noche santa y en el día luminoso y sin ocaso de la Resurrección, desde la que todo lo creado y toda la historia de los hombres quedan bañados de esplendorosa Luz, la de Dios que es Amor. Esta es la gran esperanza, el verdadero y único futuro para el hombre: el que se abre con la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. En Él y ahí, Resucitado, brilla ya la esperanza de nuestra feliz resurrección, de donde todo toma sentido y nos dice cuál es la vocación de gloria y felicidad a la que hemos sido llamados por Dios. Ahí está la verdad que nos hace libres, que se realiza en el amor: ahí, y sólo ahí, está la victoria sobre la muerte, ahí está la vida y la alegría que nadie nos puede arrebatar. Ahí está Dios, que así ama al hombre y lo ha creado para que tenga vida plena y dichosa sin límite de tiempo ni de privación alguna.