Exactamente un año después del complot del coronel Vidal en Valencia, estalló la sublevación de dos militares con mandil, Antonio Quiroga, coronel, y Rafael del Riego, primer comandante (teniente coronel), a fin de restaurar la Constitución de 1812. Victoriosos los insurrectos, dieron paso al trienio constitucional, gobernado enteramente por masones.
Los preparativos de la rebelión se hicieron casi a tambor batiente, de los que se enteró todo el mundo menos los ministros de Su Majestad. Estuvieron a cargo, enteramente, de la “sociedad secreta”, según la denomina repetidamente Alcalá Galiano en su libro “Recuerdos de un anciano”, en cuyo capítulo IX explica con todo detalle las andanzas de los “hermanos” para sublevar al ejército destinado a sofocar los movimientos independentistas de los virreinatos americanos. El autor habla con pleno conocimiento de causa, porque fue, junto a Álvarez Mendizábal, intendente militar y más adelante ejecutor de la Desamortización, dos de los principales urdidores de la intriga.
Buscaron a un espadón con fajín para darle lustre al golpe, pero no hallado ninguno tuvieron que conformarse con un simple coronel. Sin embargo, tampoco Quiroga podía dar el grito de arranque, ya que se hallaba preso por una intentona similar de seis meses antes. Entonces tomó la iniciativa por su cuenta y riego Rafael del Riego, que ni a coronel llegaba. El 1 de enero de 1820, al grito de ¡viva la Constitución!, amotinó a las tropas acantonadas en localidad de Las Cabezas de San Juan, sita a unos sesenta kilómetros de Cádiz en el camino de Sevilla, mientras esperaban ser embarcadas en el puerto gaditano rumbo a las Américas.
Los amotinados reunieron a unos cuatro mil soldados que dividieron en dos columnas a partes iguales, comandadas respectivamente por Quiroga y Riego. De inmediato crearon una Junta Suprema en la isla de San Fernando, cuya primera providencia fue ascender al empleo de mariscal de campo (equivalente más o menos a general de división) a los dos salvapatrias. Quiroga se quedó de reserva en San Fernando, aunque no pudo conquistar la capital gaditana, y Riego se lanzó a sublevar la Baja Andalucía, sin ningún éxito. La columna del asturiano acabó, tras dos meses de correrías, vencida y deshecha, por la deserción de algunos oficiales y muchos soldados. Cuando todo parecía perdido empezaron a sumarse a la insurrección otras guarniciones: La Coruña, El Ferrol, Vigo, Zaragoza, Barcelona y hasta el tornadizo y masón conde de la Bisbal (Enrique José O’Donell, antiguo regente), que debía marchar contra los sublevados en Andalucía. Pero al llegar a Ocaña proclamó la Constitución.
“Compelido el Rey a doblar la cerviz y sujetarse al yugo” (A. Galiano, o.c., p. 296) acosado y desasistido por algunos de los suyos, finalizó nombrando una junta consultiva provisional, presidida por el cardenal arzobispo de Toledo, don Luis de Borbón, hombre de ideas reformadoras, sobrino de Carlos III y hermano de la condesa de Chinchón, esposa de Godoy, al que Fernando había tenido inmovilizado en la sede primada. Los primeros acuerdos de esa junta fueron presentar a la firma del monarca la abolición perpetua del Santo Oficio y la amnistía de todos los delitos de carácter político.
Ya iniciado el trienio constitucional, su primer gobierno, presidido por Argüelles, ordenó la disolución de la tropa subversiva acantonada en San Fernando, a la sazón mandada por Riego, que iba por libre y se atribuía a sí misma la función de vigía y garante de la nueva etapa. El levantisco asturiano, en oposición a la orden del gobierno, se presentó arrogante en Madrid, apoyado por las logias, el 29 de agosto de 1820. Entró en la capital del reino como los paisas y los requetés de Franco en Barcelona la tarde-noche del 26 de enero de 1939: en olor de multitudes. Provocó repetidas algaradas, y el gobierno terminó desterrándole a Asturias, lo mismo que otros militares levantiscos (Velasco, Evaristo San Miguel, Manzanares, etc.), confinados en diversos lugares, aunque indultados después.
A Riego lo nombraron capitán general de Aragón, donde cometió “actos de enorme imprudencia”, por lo que fue cesado “en otoño del mismo año” (1821) (A. Galiano, p. 383). El resto de su biografía discurre entre su actividad en la orden del triángulo, donde ostentó el cargo de gran maestre del Gran Oriente Nacional (18211822), su paso por el Congreso, del que fue alguna vez presidente, y los enredos políticos en los que solía mezclarse. Con la entrada de los Cien mil hijos de San Luis, fue apresado en un cortijo de la provincia de Jaén, donde se había escondido. Condenado a muerte como reo de alta traición y lesa majestad, fue llevado en un serón por las calles de Madrid, entre insultos y ultrajes del populacho que pocos años antes lo había aclamado como liberador de España, hasta la plaza de la Cebada, donde fue ahorcada públicamene el 7 de noviembre de 1823. Quiroga, por su parte, tras la llegada de los “luises”, huyó a Francia y no regresó hasta 1834, tras la amnistía decretada por la reina gobernadora. Fue promovido a teniente general y le otorgó la capitanía general de Castilla la Nueva, que incluía Madrid. Murió tranquilamente en la cama en 1841. (Continuará)