Estamos en plena Semana Santa, que comenzamos con el Domingo de Ramos. Una semana para contemplar el rostro de Cristo. Estos días nos acercan «al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración. Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: «¡Abba, Padre!» Le pide que le aleje de Él, si es posible, la copa del sufrimiento. Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del «rostro» del pecado. «Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él». Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado, que Jesús da en la Cruz: «Eloí, Eloí, ¿lama sabaktaní?»; que quiere decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» «¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor una oscuridad más densa?» (Juan Pablo II).
Miremos y contemplemos a Jesucristo en su pasión. Mirémosle y contemplémosle en aquellas horas amargas, las más decisivas de la historia de la humanidad. Al final de esta contemplación, escuchémosle una vez más, aprendamos de Él. Quien le ve suspendido de la Cruz ve al Padre. Su rostro escarnecido, su santa faz que no parecía de hombre pues tan desfigurada estaba, sus espaldas heridas por los azotes, sus rodillas sangrantes por las caídas, sus sienes manantes de sangre, sus manos y sus pies taladrados, su pecho traspasado, su despojo, su desnudez, ese condenado en medio de otros dos condenados, ése es el Predilecto del Padre, ése es la Palabra única de Dios, ése es su única imagen. Miradlo ahí, clavado y suspendido del leño; miradlo como cordero degollado; miradlo ensangrentado y exangüe; miradlo agonizando y abandonado de los hombres; miradlo con el costado abierto; mirad sus heridas, su soledad, su sed y su inmenso dolor. Y todo ello por nosotros. ¿Hay acaso un amor más grande? «Verdaderamente este Hombre era Hijo de Dios», dijo el centurión. «Verdaderamente este Hombre era, es el Hijo único de Dios», decimos también nosotros al contemplarlo en su silencio de la cruz donde nos lo dice todo. Ahí nos revela todo el secreto de su persona y de su vida, ahí nos desvela el secreto de Dios: el secreto de un amor infinito que se entrega todo por nosotros para que tengamos vida plena y eterna. Y ahí está el hombre, que sufriente, maltratado por el pecado, es así amado, hasta el extremo.
Había ya expirado. Todo estaba cumplido. Uno de los soldados con su lanza le abrió el costado, de donde brotó sangre y agua. Desde entonces, ya dos mil años, todos miran al que traspasaron. ¿Por qué? ¿Por qué recordamos esta muerte? Ninguna muerte ha influido en la historia de la humanidad, hasta hoy, como la de Jesús, crucificado por rebelde y pretendiente mesiánico, por decirse y ser Hijo único de Dios, a las puertas de Jerusalén, hacia el año 30 de nuestra era.
Cientos de judíos fueron crucificados por los prefectos y los posteriores procuradores romanos en los sesenta años desde que Judea fue convertida en provincia romana, hasta el fin de la revuelta judía con la destrucción del Templo. Estos centenares de judíos han sido olvidados; sólo Jesús, entre ellos, ha superado el olvido. La noticia de su muerte no sólo se ha extendido por todas partes; la muerte de este judío por el suplicio espantoso e infamante de la crucifixión se ha convertido en el centro del mensaje y acontecimiento cristiano de salvación universal. Dios entregó a su propio Hijo a la muerte por nosotros. Dios asume libremente por amor el extrañamiento, la enajenación, la humillación y el sufrimiento de Jesús.
Murió por nuestros pecados. Esto quiere decir que nuestros pecados, la lejanía de Dios causada por nuestra culpa, fue la causa primera por la que el Mesías debió sufrir y morir. Él entró en un vacío que nosotros somos incapaces de colmar; lo hizo para quitarnos nuestros pecados a fin de que quedásemos libres y reconciliados. Lo que le es imposible al hombre, por mucho que se esfuerce, lo logra la muerte del Señor.
El Mesías murió por nuestros pecados. Pero, ¿cómo tuvo que suceder esto? A esta inquietante pregunta el mensaje cristiano ha respondido siempre que Dios entregó a su Hijo Jesús a la muerte en favor de nuestra salvación y liberación. A la inquietante pregunta responde el mensaje, la revelación cristiana con una respuesta aún más inquietante: el incomprensible amor santo de Dios.
Nuestra salvación procede de la iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque «Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados». «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo». La redención y salvación de la Cruz radica en que Cristo nos ha amado en ella hasta el extremo, ha dado su vida en rescate por muchos. Del Crucificado mana esa fuente de agua purificadora que da la vida y de esa sangre que es reconciliación y alianza definitiva de Dios con los hombres. ¿Quién podrá apartarnos de este amor de Dios manifestado y entregado en Cristo? Miremos, una vez más, en esta Semana Santa a Cristo crucificado y veremos la gloria de Dios. Puesto que la gloria de Dios es que el hombre viva, que el hombre se salve, que el hombre, todo hombre querido por Él, sea arrancado de los poderes del pecado y de la muerte. Su gloria es su amor. Y ese amor es su Hijo único en persona, entregado por nosotros.