Quien tenga una esperanza de vida mayor de cinco años debe tomarse los comicios europeos de mayo como una cita decisiva. Y esto es así por, como mínimo, dos razones. La primera no es de ahora: nuestras vidas cotidianas dependen en gran medida de la Unión Europea, y el Parlamento es una de sus instituciones básicas. Lejana eso sí, pero en todo caso esto debería ser un acicate para exigir su mayor proximidad en lugar de ser una justificación del abstencionismo. La segunda es mucho más reciente. Europa vive un conjunto de crisis acumuladas que son suficientes para descuajeringarla por completo, bloquearla en el mejor de los casos, o incluso de destruirla.
Como escribe el presidente Macron en su reciente carta a la opinión pública europea: “Nunca antes, desde la Segunda Guerra Mundial, Europa ha sido tan necesaria. Y, sin embargo, nunca ha estado tan en peligro”. Su gesto acredita la dificultad de la situación.
Una tendencia políticamente interesada y en extremo simplista tiende a presentar el problema como si se tratara de una amenaza concentrada, en ese cajón de sastre que denominamos “populismo”. Si fuera así la cuestión sería menor, porque estaríamos tratando de una cuestión del 15%, que será como mucho el porcentaje de votos que alcancen aquellos partidos en las próximas elecciones, fragmentados además en distintos grupos parlamentarios. Pero no, la cuestión es mucho más amplia y compleja, porque los principales causantes de las crisis no son aquellos outsiders que recogen aspectos de las reacciones adversas, sino los insiders de los poderes establecidos, que constituyen las causas.
Por ejemplo, cuando se critica a los dos partidos que gobiernan Italia por su populismo, y se celebra la seriedad alemana, se ignora que los beneficios del euro son en algunos casos muy perjudiciales para unos y beneficiosos para otros. Un reciente estudio del Centro de Política Europea (CEP) de la Fundación Ordnungspolitik de Friburgo detalla que con la implantación de la moneda única (1999-2017) cada italiano ha perdido 73.605 euros, y cada alemán ha ganado 23.116, los más beneficiados junto con los holandeses. El caso español es prácticamente neutral porque la pérdida se ha limitado a 5.031 euros. Detrás de las reacciones de lo que llamamos populismo existen hechos que debemos afrontar resolutivamente.
Sostengo que la respuesta a este afrontamiento debe partir de la reflexión sobre el origen de la Unión, de cómo fue posible construir en poco tiempo un modelo universal de derechos y bienestar, a partir de una destrucción tan devastadora como la que los gobiernos y los pueblos de Europa se infligieron a sí mismos y a la humanidad, a lo largo de la primera mitad del siglo XX.
Observemos el escenario. Estamos en 1945. Toda Europa, de Moscú a Londres, está devastada salvo pequeños islotes neutrales. Millones y millones de muertos, genocidios sistemáticos con la Shoah en primer término, deportaciones en masa. La destrucción material es aterradora: ciudades enteras arrasadas, vías férreas desaparecidas, ríos sin puentes. Masas humanas vagando de un lado a otro, unos intentando llegar a un hogar que ya no existe, otros simplemente huyendo de su destino. La venganza, la persecución de los vencidos, el aprovechamiento indecente de las víctimas, es el epílogo de la gran tragedia europea que significó la Segunda Guerra Mundial. La obra Continente Salvaje de Keith Lowe nos muestra aquella hecatombe de la que surgieron las tres mejores décadas de su convulsa modernidad. Porque precisamente en aquella misma fecha de 1945, comienza la datación de lo que después sería conocido como “los treinta gloriosos” (1945-75), en los que Europa cambió su propia historia y alcanzó el mejor desarrollo económico y social que haya logrado nunca la humanidad. Se dice pronto, nos hemos acostumbrado a ello, pensamos que nada ni nadie nos lo puede quitar. Ese es el gran error bajo el que vivimos, porque las raíces de aquel periodo han sido en buena medida destruidas. De hecho, hace tiempo que vivimos de sus rentas, pero navegamos en sentido contrario a sus principios.
Lo que aprendimos y estamos esquilmando es el espíritu de reconciliación y concordia política y entre pueblos, la cooperación fuerte entre los que fueron sangrientos enemigos, la unidad política europea, el crecimiento económico, el sistema público de bienestar, la cohesión y justicia social, la reducción de las desigualdades. Acuerdos fundamentales sobre el bien común, principios y al mismo tiempo aplicaciones concretas, prácticas, que reportan bienes específicos y generales a la vida cotidiana. Importancia y dignidad del trabajo que permite un esfuerzo con sentido, la familia estable y con hijos, condiciones necesarias del estado del bienestar. Un horizonte para los jóvenes tan sólido que en el 68 se permitieron el lujo de empezar a demolerlo, en lugar de trabajar para transformarlo. Exigencia y responsabilidad, es decir, derechos y el correspondiente correlato de deberes. Y debajo de todo ello, el sustrato que hacía posible que aquella concepción y práctica floreciera: una mentalidad cristiana. Para unos, fruto de una fe, para otros muchos, solamente una cultura, una forma de entender la vida humana. Los padres fundadores del último renacimiento europeo, Adenauer, Alcide de Gasperi, en proceso de beatificación por la Iglesia católica, Schuman ya beatificado y en proceso de canonización, no solo simbolizan, sino que acreditan con sus vidas el carácter decisivo de aquel sustrato. Ellos fueron el vértice de la pirámide, formada por una amplia y europea base de gentes, que respondían aquella mentalidad, que fue capaz de superar el odio, el enfrentamiento y la destrucción, para levantar lo que somos, y que de no cambiar acabaremos declinándolo en pasado.
Publicado en La Vanguardia.