El Papa Benedicto XVI nos ha invitado en su Mensaje para la Cuaresma a “fijar nuestros ojos en Jesús, el Sumo Sacerdote de la Fe que profesamos” (Hb 3, 1). En realidad, esta mirada tiene tres dimensiones irrenunciables: Des-centrar la mirada de nosotros mismos; mirar a Cristo; mirar al prójimo. Estas tres miradas amalgaman los cimientos de la vida cristiana, pues todo parte de un encuentro, o antes, de un anuncio de Alguien que nos invita a recuperar nuestra vida, nuestra libertad desatándonos “del pecado que nos ata”. Pero, si bien Dios se compromete con nuestra santificación, nosotros tenemos un camino que recorrer, sí, con Él, pero algo tenemos que empeñar. Las cosas no se producen solas o por arte de magia. Nosotros tenemos que desear, querer, trabajar, luchar. Todos queremos el Paraíso, el Cielo, la miel; pero pocos terminan de entender que “es necesario entrar por la puerta estrecha” (Lc 13, 23), y que “aún no hemos derramado ni una gota de sangre en nuestro combate contra el pecado” (Hb 12, 4).
Empecemos por tratar la necesidad de des-centrar la mirada de nosotros mismos. Esta cuestión es complicada. Nadie nace desasido de sí mismo. Incluso la misma naturaleza nos orienta a pasar los primeros años de nuestra vida en un estado de relativo egocentrismo. Pero el tiempo pasa, y una sana educación nos enseña a fijar nuestra mirada en otras direcciones. Siempre el hombre necesita una referencia para crecer, una autoridad, un padre. Dios es nuestro Padre. En la medida en que sustituimos el blanco de la mirada de nuestro corazón y la fijamos en Él, vamos siendo liberados, sanados y rescatados de nosotros mismos. Este trabajo es realmente duro. Podemos comprobarlo en la misma comunidad cristiana. Una persona está dispuesta a ayunar, orar, mortificarse de muchas maneras antes que humillarse. El amor propio, el continuo estar replegados sobre sí, el hacer girar toda la vida espiritual en torno al propio yo, lamentablemente tan propio de todos nosotros, pero más acentuado aún en algunas comunidades cristianas, impiden la posibilidad de volar más alto, o incluso tan sólo despegar.
Y una vez que vamos trabajando esta cuestión, vamos fijando poco a poco nuestra mirada en Cristo. Aquí habría una gran labor de purificación por parte de cada uno de nosotros. El ser humano es esencialmente un ser afectivo, necesitado, carente. Existen numerosos niveles de carencia y posesión; existen personas más autónomas y otras más dependientes. Pero por lo general la naturaleza común humana es así. Esto nos obliga a estar atentos en la vida espiritual, porque existen mil maneras de sentirse justificado a través de las cosas de la vida espiritual, pero siendo la realidad que estamos atados a otras realidades. Desde el famoso “plato de lentejas” símbolo del apego en los padres del desierto, o la muñeca de peluche a la que el Santo Cura de Ars obligó a ir a las llamas para enseñar el desapego a una niña, desde esas distintas cosas a las que nos aferramos, pasando por otras aparentemente inofensivas como son la TV, las revistas, los libros de mera distracción, el gimnasio etc. todos ellos elementos que, en sí, no son malos ni inconvenientes, pero a los que de manera bien profunda nos sentimos apegados, y que en tantos casos nos restan libertad, sobre todo interior. Querríamos luchar y crecer en la virtud y en la fe, pero al mismo tiempo sin renunciar a todo nuestro mundo, construido por nuestras propias manos. Queremos pasar la puerta y emprender el camino con un saco lleno de cosas. Pero hay cosas que no hacen falta, o al menos en ciertas medidas.
La última mirada es la que se dirige al prójimo. El prójimo es para el cristiano todo ser humano. El mundo hace distinciones. Para el mundo hay personas que cuentan y otras que no; y de entre las que cuentan, unas cuentan más y otras menos. Los criterios del mundo son el estatus, la posición social, la fama, el éxito, la productividad. Y de entre estos criterios, su fondo, universalmente conocido, valorar al otro en relación con el bien que puedo obtener de él. El otro no es un fin en sí mismo sino un medio para mi propia realización, entendiendo realización por el proyecto de satisfacerse a su manera. Para el cristiano esto no es así. El prójimo es lugar sagrado porque Dios dejó Su huella cuando nos dio la vida (cf. Gn 1, 26). Es alguien querido y amado por Dios personalmente, independientemente de que tenga más o tenga menos. Es hijo, aunque sea huérfano de familia y de bienes materiales o morales. Es siempre hijo querido y valorado por Dios. Dios jamás desprecia a un hijo suyo, aunque le maldijera en la cara. El mismo dolor que sentirían los padres al ver su amor ultrajado por un hijo, de igual modo el Señor padece cuando contempla cómo en el hogar del mundo las personas son despreciadas y pisoteadas unas a otras. También sucede esto en la gran familia de Dios, la Iglesia. Pero el Señor nos ha enseñado a reconocerle en el otro, especialmente el necesitado (cf. Mt 25, 40).
El prójimo no es sólo el indigente que necesita pan y hogar. El Papa nos ha recordado que junto con la necesaria labor de alimentar y vestir al necesitado está la grave obligación de proporcionar el bien espiritual a las personas. Es prójimo, y también indigente, el que sufre en silencio su cruz, sin encontrar a nadie que le anime y le oriente. Hoy, las Iglesias poco tiempo abiertas, y los sacerdotes esperando a que las personas le pidan confesar para sentarse en el confesonario, en vez de esperar al que sufre, están dificultando la labor de socorrer al prójimo. También dentro de las familias, en los vecindarios y grandes viviendas, parece hacerse difícil esta tarea de atender al prójimo. Lo que está claro es que la Palabra de Dios nos pide claramente que hagamos coherente nuestra práctica de piedad con nuestra relación al hermano. No servimos realmente a Dios si no apreciamos, valoramos y socorremos al que lo necesita. Y a veces el necesitado está dentro de nuestros propios hogares. Es nuestra esposa, a quien hemos abandonado por el juego, el dinero, el sexo. Es nuestro esposo, al que hemos dejado a un lado por cualquier preferencia. Es un familiar que requiere de nosotros pero nuestra vida es muy complicada y no tenemos tiempo. Pero no dejamos de proveernos a nosotros mismos. El tiempo que falta para el prójimo, cercano o lejano, lo tengo para el gimnasio, la música, los amigos, los centros comerciales, las compras, internet, las series, la TV y un largo etcétera.
Ahora nos toca a nosotros decidir valientemente si estamos dispuestos o no a humillarnos para desatar nuestras personas de las cadenas que nos atan para acceder así al Trono de la Misericordia, con el fin de hallar nuestra herencia. Ese Trono es María. A ella nos encomendamos especialmente en este momento.