Semanalmente, ya varios años, desde esta colaboración en LA RAZÓN, trato de compartir gozos y esperanzas, preocupaciones y necesidades, urgencias, sufrimientos y dolores, que afectan a los hombres y a la sociedad de nuestro tiempo, con quienes me siento enteramente solidario. Me mueve, sencillamente, la fe en Cristo que da razón y sentido a mi vida, que me hace ver las cosas de una manera y que ofrezco con gozo a los demás como la mayor riqueza que tengo para compartir, y que no me pertenece: la he recibido de Dios, por medio de la Iglesia, y es para todos. Fuera de Dios mismo, y por Él precisamente, no hay nada que me importe más en mi vida que el hombre mismo, «camino de la Iglesia», a quien Dios ama sin medida y sin barrera alguna. Por esto mismo, siempre hay una preocupación en cuanto pretendo y hago: que el mundo crea, que mis hermanos los hombres, cercanos o lejanos, vuelvan su mirada y su corazón a Dios. Que los hombres y mujeres, y, sobre todo, los jóvenes de nuestros pueblos y de nuestras ciudades se abran a Jesucristo, le conozcan y le sigan. ¿Qué no daría o haría –todo– para que el mundo creyese, para que conociese el don de Dios, para que conociese a Jesucristo, como se conoce a una persona, es decir, no de oídas, sino en el trato personal con Él, en la amistad con Él? ¿Qué no daría y haría para que los hombres quieran a Jesucristo, porque cuando se quiere a alguien, es cuando se le conoce? San Pablo no escatimó nada; nadie –¡menos yo!– debería escatimar nada. Si digo esto, con toda sencillez y naturalidad, es porque, por pura bondad de Dios, he conocido y quiero a Jesucristo y, por propia experiencia, soy testigo de lo que le va a uno en esto: en conocerle, seguirle y quererle. ¡Ay, si de verdad conociésemos el don de Dios!: todo cambiaría y sería distinto, lleno de luz. Es preciso que dejemos que Cristo sea para nosotros la base de nuestra existencia; es preciso que dejemos que Cristo sea nuestro camino, ¡el único camino!, aunque se abran ante nosotros otros caminos que nos puedan halagar con metas tan fáciles como ambiguas. Que Él sea nuestra alegría y nuestra corona. Dejemos que Él sea nuestra salvación y nuestra felicidad, la fuente de donde brote para nosotros la alegría y la paz. En Cristo descubriremos la grandeza de nuestra propia humanidad, lo grande y maravilloso que es ser hombre, así amado por Jesucristo hasta el extremo de la Cruz; tan valioso, que ha sido rescatado del príncipe de la mentira y de la esclavitud no con oro o plata que perecen, no con dineros que fenecen, sino con la sangre de Dios, derramada en la misma Cruz.
Todos nosotros, los hombres y mujeres de hoy, necesitamos de Cristo para recorrer los caminos de la vida. ¿Qué sería de nuestro mundo si le faltase Él? ¿Qué sería de nuestra humanidad si no se le anunciase el Evangelio? ¿Qué sería de nuestra sociedad si se apagase su voz y su luz? Necesitamos de Jesucristo. Y Él ha querido necesitar, necesita, de nosotros para seguir presente acá, en los años venideros. Urge y apremia evangelizar, como en los primeros tiempos; urge y apremia a anunciar con todo ardor y esperanza, con obras y palabras, con valentía y verdad que libera, el Evangelio que es Jesucristo, Salvador único de todos los hombres y luz para todos los pueblos. ¡Qué gran ejemplo nos está dando el Papa Benedicto XVI todos los días!
De manera muy especial nos lo va a dar esta misma semana en su viaje a México y Cuba, tan providencial, importante, crucial. No escatima nada: un viaje largo, cambios horarios, situaciones climáticas muy distintas, el peso de los años... Sólo por hacer llegar el Evangelio de la fe y la esperanza, de la misericordia, de la reconciliación, de la luz que ilumina las situaciones y las encrucijadas de los hombres y de los pueblos, de la verdad que nos hace libres, del amor de Dios por el hombre que nos hace hermanos, de su pasión por el hombre y compartiendo la pasión que sufren los hombres. Un viaje apostólico para transmitir, avivar y fortalecer la fe de aquellos pueblos hermanos, ¡tan queridos!, y, aún por razones diferentes ¡tan ejemplares! Es verdad: ¡el Papa no viaja solo! Le acompaña sobre todo, cierto, la Virgen María, con esas advocaciones tan entrañables, de «Virgen de la Caridad del Cobre», ligada a Illescas (Toledo), patrona y esperanza de Cuba, y de «Nuestra Señora de Guadalupe», Madre y corazón de México y de toda Iberoamérica, «estrella de la evangelización» en aquellas tierras y en todas las naciones. No viaja solo: le acompaña toda la Iglesia, le acompaña, como antes a Pedro, la oración de toda la Iglesia. Todos debemos acompañarle con nuestra plegaria: nuestra plegaria por él y su viaje apostólico, por México y Cuba; muy unidos a él, con la confianza que nos transmite Nuestra Señora de Guadalupe: «¿No soy tu Madre?».