Aunque hoy algunos tienden a sacralizar la Constitución de 1812, y más en estos días de su segundo centenario, tendrían que leerla despacio antes de exagerar las alabanzas. Cierto que era el primer ordenamiento escrito de la era moderna –si nos olvidamos de la Constitución de Bayona impuesta por Napoleón en mayo de 1808- que regulaba la gobernación de los españoles, pero hay en ella materias que no constituyen un timbre de gloria precisamente.
En primer término era una copia bastante cateta y desmedida de la primera constitución francesa, la de septiembre de 1791. La votación para elegir diputados se hacía de manera indirecta, tan indirecta y escalonada que debió de inspirar la “elección” también escalonada de procuradores a Cortes por el tercio sindical en los sindicatos verticales de Pepe Solís, “la sonrisa del Régimen”. Al final sólo salían elegidos, casualmente, los corifeos del egabrense.
La de Cádiz venía a ser una Constitución de las llamadas “extensas” con un total de 384 artículos, o sea, más que la de Corea del Norte, según diría en nuestros días Federico Jiménez Losantos, o el “Estatut” de Cataluña, con sus 287 artículos. Se trataba, pues, de un texto ordenancista, minucioso, prolijo, de esos que aspiran a regular hasta la respiración de los ciudadanos. Confería al rey la prerrogativa exclusiva del poder ejecutivo, auxiliado por siete secretarios de Despacho, que hoy llamaríamos ministros, nombrados por el rey pero responsables ante las Cortes. Implantó el servicio militar obligatorio –la “nación en armas”, según el nocivo invento de la Revolución francesa-, una especie de esclavitud temporal impuesta a los jóvenes varones.
Pese a lo dicho, la Constitución del año Doce significó un gran paso para la regulación –ajustado a norma o regla- del gobierno de la nación, liquidando, de acuerdo con las nuevas corrientes de la Historia, la figura del monarca de “derecho divino”, absoluto, arbitrario, veleidoso, no sometido a más ley o canon que su regia voluntad. Además contenía una serie de disposiciones encaminadas a modernizar las estructuras políticas y sociales del país. Así, pues, protegía la libertad de imprenta –de la que abusaron los libelistas de turno-; prohibía enajenar parte alguna del territorio nacional; establecía en los tribunales uniformidad de proceso y unidad de fuero y de códigos; nadie podía ser preso sin previo mandamiento judicial; quedaba prohibido el tormento y los apremios, la confiscación de bienes, el allanamiento de morada y la extensión a la familia de cualquier pena impuesta al reo. Determinaba como forma de gobierno de la nación la “monarquía moderada hereditaria” con división de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. El Título II, artículo 12 establecía que “la religión de la Nación española, es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. No obstante fue derogada la Inquisición o Tribunal del Santo Oficio (5 de febrero de 1813), que dicho sea de paso era ya un lobo amaestrado sin colmillos ni dientes. Pero aquellas Cortes no se limitaron a suprimir la Inquisición, sino que se metieron en camisa de once varas en más de un tema eclesiástico, como la celebración de un Sínodo Nacional sin el preceptivo permiso de Roma, o metieron la mano en el cajón de algunos bienes religiosos.
Es común a la generalidad de los textos históricos dividir las facciones que se enfrentaron en las Cortes de Cádiz en realistas o absolutistas y en liberales, lo cual es totalmente incorrecto respecto a los segundos, que habría que llamarles con mayor propiedad reformadores o constitucionalistas a la francesa. El término liberal no aparece en la jerga política hasta los años cuarenta de aquel siglo. Finalmente los asambleados en la capital gaditana acordaron un decreto dejando fuera de la ley a la orden del triángulo en todo el territorio español y en los de Ultramar y Filipinas, “por ser uno de los más graves males que afligían a la Iglesia y a los Estados”. (Continuará)