Tu hijo resucitó, María. Pero, ¿Quién te lo anunció? ¿Vino otro ángel? Después que se marchara el primero, parece que no volvió ningún otro. ¿Cómo fue el encuentro que ya esperarías? Ese que impidió a la muerte ser más fuerte que el "Hágase…" del Creador (Génesis 1, 3). Ese "Hágase…" al que bien supiste responder en el momento crucial con tu "Hágase en mí" (Lucas 1, 38).
Virgen Madre, quiso Dios que aprendieras a escucharlo como hombre; primero en ti, en tu corazón lleno de Él y a Él del todo entregado. Entre exilios, noches de desierto y pérdidas de tu propio hijo y propio Dios, Él te había acostumbrado a ser mujer de silencio, confianza y espera. Aprendiste así que no hay vacío de ti misma que Dios no colme, ni ausencia que no pueda henchirse de esperanza. Por eso, entre la cruz y el Pentecostés, el evangelio no nos dice qué pasó contigo. Prefiere Dios velarlo en una intimidad nupcial en la que nosotros somos engendrados de nuevo. Porque hay un pudor de Dios que Él merecidamente prefiere guardarse, en tanto que nos invita a contemplarlo en adoración.
Lo que sí nos dice el evangelio fue el primer anuncio que recibiste, tan divino como el saludo angélico y tan humano como tu pregunta: "¿Cómo será eso posible…?". ¿Cómo es posible que lo humano dé espacio al mismo Dios para que se hagan ambos verdadera humanidad? "El Espíritu Santo vendrá sobre ti…" (Lucas 1, 34), fue toda la respuesta. Por eso pensamos que la Pascua no habrá sido distinta, sino la intensificación de lo acontecido aquella vez. El Espíritu, habituado a morar en ti y desde ti engrandecerse, te habrá mostrado a tu hijo resucitado como lo más real y, por eso mismo, lo más cargado de misterio. Tú le seguirías haciendo nacer y crecer en los hijos que Él te entregó desde su cruz. Y así la Palabra que un día se hizo carne inmaculada en ti ahora se completa como carne redimida, pan partido y perdón ofrecido por el ancho mundo y sus tiempos.
Porque en tu silencio, Madre, al pie de la cruz y en el silencio de Dios sobre cómo se te mostró tu hijo glorioso, toda dialéctica ha quedado resuelta. La confianza de Cristo hacia el Padre y su grito de abandono al cielo, la luz de la vida y las tinieblas que cubren su santa desnudez, la Pasión del Hijo acogida por la com-pasión de la madre. Toda confrontación empobrecedora y toda antinomia sin salida han sido superadas en tu estar de pie en el amor, que todo lo cree y todo lo soporta. Y este stabat en la hora terrible y en el acontecer de la gloria te hace Iglesia, rostro desfigurado y embellecido, negación perdonada y falta redimida. Te hace ser madre de todos cuando Dios se levanta en silencio ante tu callar y dice: "¡Álzate, esposa mía, hermana mía y ven!" (Cantar 2, 10).
Santa María, el silencio sobre tu encuentro con Cristo resucitado nos enseña a hacer silencio también nosotros y aprender a compadecer. Porque nuestra propia humanidad debe henchirse de su presencia; nuestros desiertos y pérdidas, responder a la esperanza. Y nuestra pregunta: "¿Cómo será esto posible?" se abre al Espíritu que levanta lo caído y salva lo enfermo. Desde allí salimos, paso a paso en nuestro andar, donde encontramos a Dios como prójimo. Entonces toda incredulidad y desconcierto se iluminan al reconocerle, tan dentro para colmarnos y tan real para hacernos nacer de nuevo.