A comienzos de 1935, el publicista católico Dietrich Von Hildebrand viajó desde Viena hasta Roma para entrevistarse con el reciente Secretario de Estado de Pío XI, cardenal Eugenio Pacelli, con quien mantenía una gran amistad desde los tiempos en que éste último fuera Nuncio en Munich. Von Hildebrand, instalado voluntariamente en Austria para poder impulsar con libertad la oposición al régimen nazi, de la que era líder indiscutido en el terreno intelectual, quería convencer al futuro Pío XII de que la política de apaciguamiento de la Iglesia con el nacional-socialismo era equivocada y muy peligrosa cara al futuro. Con el triunfo nazi en las elecciones de 1933 y la posterior consolidación de un sistema de gobierno con fanático respaldo popular y fulgurante arrogancia, los obispos alemanes habían rebajado sustancialmente la tensión que mantenían respecto al movimiento hitleriano – cuyos postulados chocaban frontalmente con la doctrina de la Iglesia – y, mediante la declaración de Fulda (7 de junio de 1933) propusieron a los nazis una suerte de acomodo explicando que “los fieles católicos no necesitan ser especialmente exhortados a la lealtad al gobierno” (algo tan ambiguo en aquel momento como lo sería hoy declarar que “el gobierno no necesita que le digamos lo que tiene que hacer”) a cambio de lo cual la Iglesia alemana renunciaba a intervenir en la vida política.
Aquellos agobiados obispos, sin embargo, nunca acusaron a Von Hildebrand de pretender “arrastrarles a la arena política” porque eran conscientes de su equívoca situación. Se limitaron a manifestar – que lo creyesen o no es otro asunto – que esa “esfera” quedaba fuera del interés pastoral. Sospechaban, ciertamente, que, para los nazis, la esfera política se extendía al hecho mismo de respirar, pero se mostraron incapaces de comprender la propia doctrina de la Iglesia: No se cumplía ni una década desde la advertencia solemne de Pío XI de que “cometería un grave error el que negase a la humanidad de Cristo el poder real sobre todas y cada una de las realidades sociales y políticas del hombre” (Quas primas, 8). No estaba todavía en discusión la unidad de la vivencia humana, pero ya incidía en el subconsciente eclesiástico la dialéctica de separación entre lo civil y lo religioso forzada por el liberalismo, que acabaría plasmándose, tras el posicionamiento posconciliar, en una interpretación peculiar de “las estructuras” como paisaje extrañado de orientación espiritual. La “política” ya se contemplaba más como un ámbito de actividad gubernativa, puramente profana, según los esquemas ilustrados, que como la articulación diversificada del orden, iluminada indirecta pero necesariamente por la luz espiritual. El concepto se había vuelto equívoco, como tantos otros incorporados a la cantinela positivista, con la consiguiente confusión. Von Hildebrand era plenamente consciente de la distorsión que causaban estos factores inevitables, aunque esperaba superarla gracias a la altura intelectual del nuevo Secretario de Estado. Sabía además que era Pacelli el muñidor del reciente concordato con el Reich (20 de julio de 1933) pero lo atribuía a un esfuerzo equivocado aunque comprensible de la Iglesia por “salvar al menos los muebles”. Ser consciente de la importancia de la entrevista romana le había supuesto una intensa preparación espiritual.
Para entender la lucha de Dietrich Von Hildebrand con el nazismo y el comunismo conviene tener en cuenta la profundidad de su conversión al catolicismo desde un protestantismo nunca demasiado arraigado. Como todos los auténticos conversos, el filósofo había profundizado en la visión cristiana de la historia, adquiriendo una perspectiva escatológica que le permitía diagnosticar los acontecimientos de su tiempo: Para él, Hitler era el anticristo por excelencia – en lo que no se equivocaba del todo, porque de hecho fue uno de sus más claros precursores – ya que había sabido reconocer en las calumnias, manipulaciones psicológicas y persecuciones selectivas, empleadas por los nazis, la primera gran concreción histórica de la seducción prodigiosa (2 Ts 2, 910) capaz de “exterminar” a cuantos no se plegasen al culto de la Bestia (Ap 13, 15). En aquel momento, evidentemente, no era todavía posible diagnosticar el nacional-socialismo, ni el comunismo, como ensayos del futuro engranaje capitalista-socialista del anticristianismo; ni prever completamente la dimensión genocida antisemita del nazismo, con su proyección satanizadora de la futura reacción cristiana. El desarrollo dialéctico – hegeliano - del programa anticrístico no estaba lo suficientemente desarrollado. Por eso las intuiciones de Von Hildebrand resultan especialmente interesantes: Veía claramente que la simple coexistencia de la Iglesia con aquel sistema demoníaco implicaba una dinámica apóstata que no podía disimularse mediante la preservación paralela del culto. Pero ¿cómo trasladar aquella certeza angustiosa a los responsables de la Iglesia?
Su exposición al cardenal Pacelli fue contundente: “¿Es consciente Vuestra Eminencia de que ha tenido lugar en Alemania un momento histórico del tipo de los que ocurren cada trescientos o cuatrocientos años, en el cual posiblemente millones de socialistas y de protestantes habrían encontrado su camino a la Iglesia, si todos los obispos de Alemania – sin ningún compromiso – se hubieran opuesto al nacional-socialismo con las palabras non possumus (no podemos); si hubieran levantado un muro frente al nacional-socialismo y denunciado todos sus crímenes, si hubieran pronunciado un anatema total contra el nazismo?”.
Von Hildebrand desplegaba así ante el futuro Pío XII la oportunidad histórica perdida debido a la actitud acomodaticia del episcopado. Se daba cuenta de que era más efectivo apuntar posibilidades perdidas que profetizar unas consecuencias que, en su fuero interno, preveía catastróficas. El plante frente al nazismo habría convertido, efectivamente, a la Iglesia de Alemania en aglutinante de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, con incalculables resultados para la dinámica espiritual. Desde Lutero, el mundo germánico padecía un desgarro de voluntades que podría haberse superado definitivamente si los pastores católicos hubieran sabido sobreponerse a la presión avasalladora de lo que parecía una adhesión universal, irresistible y contagiosa… Al precio más que probable de afrontar la persecución abierta de aquel régimen sin escrúpulos.
La respuesta del cardenal Pacelli fue sintomática: “Ciertamente, pero el martirio es algo que la Iglesia no puede ordenar”.
Una respuesta que no satisfizo a Von Hildebrand, por mucho que comprendiese la delicada posición del Secretario de Estado en el asunto. El gran analista se daba cuenta de lo capcioso de la respuesta, pues estaba claro que aquello que debía haberse ordenado era la coherencia indispensable entre la doctrina y la praxis; entre los anteriores postulados del propio episcopado alemán y su pronunciamiento respecto al sistema. El martirio, por supuesto, nunca se ordena. Y Von Hildebrand no podía impedirse pensar que, desgraciadamente, el martirio suele seguir con mayor frecuencia, a corto plazo, a la incoherencia, que a la asunción plena de responsabilidad. La profundidad de su análisis le mostraba una vez más un ejemplo práctico, perfectamente delimitado, de una discontinuidad entre magisterio y conducta pastoral que la Iglesia venía evidenciando desde el ralliement de León XIII con la república francesa y los “arreglos” que pusieron fin a la guerra cristera en México. Von Hildebrand comprendía la importancia definitiva de la coherencia en esta cuestión capital, aunque su sentido de la obediencia y de la disciplina eclesiástica le marcasen muy claramente los límites más allá de los cuales no debía llevar sus advertencias. Su perfecta comprensión de la lógica interna del problema supuso, no obstante, un adelanto precioso para el conocimiento correcto de su dimensión definitiva, que no se pondría de manifiesto hasta los inicios del siglo siguiente.
En realidad, el cardenal Pacelli estaba, en su fuero interno, muy acorde con los planteamientos de Von Hildebrand. Pero experimentaba lo arduo que le resulta a Roma mover los ánimos episcopales de cualquier región del planeta en dirección comprometida: Delicadas cuestiones de liderazgo y múltiples interferencias se complicaban en aquel terreno, a pesar de no haberse puesto en marcha todavía la “santa conspiración” (C. Vaticano II, decreto Christus Dominus, 37) que, a través de las conferencias episcopales, llegaría a manipular sutilmente a los pastores cristianos. Los acontecimientos de los años inmediatos obligaron a Pío XI a publicar la encíclica Mit brennender sorge (14 de marzo de 1937) que, en realidad, suponía una protesta pública por la vulneración sistemática del concordato de 1933 por los nazis. Carta en cuya preparación Pacelli tuvo también una participación determinante… Pero que llegó demasiado tarde para impedir la consumación de los desastres que el nacional-socialismo arrojó sobre Alemania y sobre el mundo. Los desvelos del posterior Pío XII en defensa de los judíos perseguidos vendrían a poner finalmente bálsamo en una herida que podría haberse evitado. Los millones de víctimas civiles ocasionados por la espantosa guerra (1939 - 1945) en la población germana – de los cuales un 32% aproximado fueron católicos – y la casi completa destrucción material de Alemania escenificaron una tragedia de dimensiones apocalípticas. Es imposible negar, a la vista de tales catástrofes, que Von Hildebrand tenía razón cuando alertaba de la inmensa responsabilidad implícita en la coherencia o incoherencia de quienes orientaban el rebaño.
Dietrich Von Hildebrand tuvo además una percepción luminosa, verdaderamente profética, al caracterizar - siguiendo muy de cerca al Henry Newman de las cuatro homilías - el engranaje más escondido, dinerario, de toda la dinámica anticristiana. Fue él quien mejor comprendió la advertencia medular que Pío XI había hecho en 1931: “Aquellos que controlan el dinero y el crédito se han vuelto los maestros de nuestras vidas… Su poderío llega a hacerse despótico cuando, dueños absolutos del dinero, gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto; diríase que administran la sangre de la cual vive toda la economía, y que de tal modo tienen en su mano, por decirlo así, el alma misma de la producción, para que nadie se atreva a respirar siquiera contra su voluntad… Los gobiernos han abdicado de sus nobles funciones y se han convertido en los sirvientes de intereses privados” (Quadragésimo anno, 105, 106).
Se anticipaba la futura constatación episcopal de que “la sociedad se deteriora cuando las instituciones políticas centran el objetivo real de sus actividades no en el bien común, sino en el particular de un grupo, de una partido, de una determinada clase de personas…” Constatación que era, para el pensador alemán, punto de partida de cualquier reacción, pero que, en el futuro, llegaría a convertirse en mera proclama teórica, porque el poder anticrístico multiplicaría por mil la capacidad disuasoria del aparato nazi: La manipulación envolvente, alienante, del futuro “orden mundial” convertiría cualquier denuncia en un heroico prodigio pastoral. El genocidio de inocentes llegaría a ejecutarse con una amplitud y un consenso de masas que convertirían la hipocresía nazi en un prólogo insignificante.
Von Hildebrand había asistido estupefacto a la financiación del partido nazi por el grupo bancario Warburg, perteneciente a judíos copropietarios de la Reserva Federal USA; y en 1938 contempló como el Banco de Inglaterra, controlado indirectamente por los Rotschild, entregaba a Hitler, tras el “arreglo” de Munich y la ocupación de Checoslovaquia, seis millones de libras de la reserva checoslovaca que el gobierno de Praga había depositado en Londres. Estos y otros muchos manejos, aparentemente contradictorios, le proporcionaron un entendimiento certero del movimiento subterráneo que empujaba los derroteros mundiales. Un conocimiento que su larga estancia en Norteamérica no haría sino confirmar. Antes de su muerte Von Hildebrand advertía, a quien quisiera escucharle, que las tragedias de la segunda guerra mundial no serían nada en comparación con las que la humanidad tendría que padecer si la Iglesia Católica no se alzaba antes como signo de contradicción.
En realidad, Pío XI, el Papa que con mayor decisión trató de afrontar la manipulación anticristiana de la política mundial - cuando ello podía todavía intentarse en el plano estructural - había puesto al descubierto en su encíclica de 1931 los mecanismos profundos, de alcance teológico, por los que el cambalache monetario se convertiría, durante los siglos XIX y XX, en resorte para arrastrar lentamente al mundo hasta el imperio del Anticristo y el culto de la Bestia. Las tres tentaciones satánicas (Mt 4, 5-8) rechazadas por Jesucristo en el desierto, habían sido aceptadas por un grupo humano específico, dispuesto a recibir de manos oscuras el dominio del mundo. Tanto el cardenal Pacelli como el pensador alemán sabían que eran iniciadores de una resistencia llamada a prolongarse a través de grandes tribulaciones hasta el triunfo final de Jesucristo: una resistencia en la que la frágil coherencia de los pastores seguiría desempeñando el rol decisivo.