Ese «espíritu común» que brinda la religión, convirtiendo a los pueblos en auténticas comunidades, como afirmaba Unamuno, no requiere que todos los miembros de la comunidad sean fervorosos creyentes. Requiere, en cambio, que creyentes y no creyentes se reconozcan en una misma tradición religiosa, en unas instituciones nacidas de esa tradición, en unos principios morales alimentados por ella, en una cosmovisión compartida. No hay comunidad auténtica donde no hay un ethos común; y ese ethos que conforma y vincula a los pueblos, capacitándolos para los esfuerzos colectivos, tiene siempre un sustrato religioso. No en vano todas las civilizaciones que en el mundo han sido han nacido de una religión; y han perecido cuando la religión que les brindaba sustento se marchitó. El empeño de Occidente por sostenerse sobre el indeferentismo religioso, convirtiendo la Democracia o la República o el Sistema Métrico Decimal en idolatría sustitutoria, es un empeño tan quimérico como suicida.
Por lo demás, sólo ese espíritu común que brinda la religión, a la vez que rechaza los espíritus adversos, permite la integración de elementos de otros espíritus compatibles. Los musulmanes creyentes y pacíficos, por ejemplo, encontrarían mucho más atractiva una sociedad cohesionada por normas morales e inquietudes espirituales; y los musulmanes fanatizados por doctrinas criminales sentirían, por el contrario, una repugnancia invencible que los mantendría alejados. En cambio, las sociedades irreligiosas, donde triunfan el individualismo y el libertinaje, provocan repugnancia en los musulmanes creyentes y pacíficos y los arrojan en brazos del fanatismo, que al menos les ofrece vínculos y normas, aunque sean perversos. Una civilización cristiana, en fin, sería tolerante con el creyente auténtico de otra religión; y resultaría intolerable para el fanático criminal. Exactamente lo contrario que una sociedad irreligiosa.
Y en esa comunidad con «espíritu común» habría caridad auténtica, pues anfitrión y huésped se reconocerían como hermanos, por ser hijos del mismo Padre. Todo lo contrario que ocurre en las sociedades irreligiosas, donde no se acoge al inmigrante por amor al prójimo, sino por postureo político coyuntural; o por suscitar -según la receta de Laclau- en el seno de la sociedad «antagonismos» que faciliten la dinámica revolucionaria (una vez que la «clase obrera» ya no se considera sujeto revolucionario); o incluso por odio sibilino pero irreprimible hacia la religión que constituyó nuestra civilización. Y quienes rechazan al inmigrante no lo hacen tampoco por amor a su patria, sino para explotar electoralmente el odio al extranjero, o para sembrar el miedo egoísta a la pérdida del bienestar material.
En las sociedades irreligiosas, en fin, hasta la Iglesia se desnaturaliza, dedicándose a las obras de misericordia… corporales, a la vez que renuncia a las espirituales, olvidando la encomienda para la que fue fundada. Así puede llegar a convertirse en un capataz al servicio del multiculturalismo, el laicismo y la apostasía. Si Europa desea brindar una respuesta a la vez disuasoria y acogedora al problema de la inmigración tendrá primero que restaurar su ethos y ofrecerse lealmente a otras culturas, dejándoles claro que no piensa dimitir de su identidad ni rendirse a los intereses de la plutocracia globalista. Mientras esto no ocurra, mientras Europa reniegue o no tenga conciencia de su identidad, mientras el escepticismo y la indiferencia religiosa dominen las almas, todo está perdido. Como nos recordaba Will Durant, «una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro».
Publicado en ABC.
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