Conforme nos adentramos en la gran tribulación previa al retorno de Cristo, el panorama del mundo se complica por la debacle económica, las guerras y “rumores de guerras” y la rebelión de la naturaleza, mientras una gran confusión interpretativa se va extendiendo en los medios cristianos, desorientados frecuentemente por los signos contradictorios sembrados en el decurso histórico. Se convierte así en literal la predicción de Daniel de que “ningún impío comprenderá nada” (Dn 12, 10) aunque dosificada: La medida de la comprensión de los tiempos, incluso en el catolicismo practicante, viene graduada a partir de la distancia o cercanía del Calvario. Es la participación en la Pasión de la Iglesia la que, junto con la Madre y con el discípulo amado, al pie de la Cruz, recibe “en su casa” (Jn 21, 27) la Sabiduría, es decir, aquella criatura más bella que el sol que, comparada con la luz, sale vencedora (Sb 7, 29). La comunión filial con María – auxilio a la medida de nuestra miseria humana – es la que faculta para leer correctamente los signos de los tiempos y, por ende, para nutrirse de esa esperanza que, sabiendo cercana nuestra liberación, fortalece el ánimo y permite levantar la cabeza (Lc 21, 28).
El factor esencial de desorientación es el alejamiento del Calvario y de la Cruz, tanto en el plano personal, de cada bautizado, como en el institucional. Parece llegado el momento de verificación suprema de nuestro seguimiento de Cristo, no sólo para los cristianos perseguidos físicamente en Asia y África, sino para todos los que nos preciamos en el nombre del Señor: desde el Papa Benedicto XVI hasta el último catecúmeno recién incorporado. Tal verificación se centra en la decisión firme de abrazar la Cruz para seguirle o, por el contrario, de participar en la elucubración, muy adelantada, de un cristianismo sustancialmente falseado. Elucubración disimulada frecuentemente con pretextos de formalismo eclesiástico; aderezada con mieles de “sentido común” y de prudencia humana; pero siempre reincidente en el rechazo del sufrimiento y de la Cruz. Un rechazo que demuestra con ello ser la consigna satánica por excelencia para nuestro tiempo.
A nivel personal, la asociación a la Cruz no es fácil. Es cierto que quien asumió en solitario y para siempre el grueso de la carga nos confió solamente una participación mínima, un yugo y una carga ligeros (Mt 11, 30) pero, aun así, la mayoría somos demasiado débiles para afrontar cualquier tipo de dolor, físico o anímico, y nos desprendemos de nuestro pequeño madero en cuanto nos agobia… Causa gran preocupación al Señor ver que las más mínimas cruces nos aplastan, por lo cual nos convertimos en pesos muertos, inútiles para la preparación del Reino. Una realidad que sería dramática si nuestra Madre celestial no recompusiese constantemente el estropicio de las deserciones.
“Por favor, recibe en depósito cuanto tengo y guárdamelo con tu fidelidad y poder. Si tú me guardas, no perderé nada; si tú me sostienes, no me caeré; si tú me proteges, nada temeré de mis enemigos” (S. L. M. Grignion, Tratado 173). Nuestra pequeña cruz es el mejor depósito que debemos poner en sus manos, porque esa será la única forma de poder sobrellevarla.
En el plano institucional, el rechazo de la Cruz parece, igualmente, el nervio de la apostasía latente. Porque la Cruz es el signo de contradicción frente a una cultura avasallada por el mal: Un signo incómodo y comprometido, que rompe la espuria armonía que se quisiera crear “integrando” la vida cristiana de manera acrítica en las estructuras disolventes. Pero la Cruz define la única evangelización viable en este momento culminante de la historia, lo que quiere decir que no hay evangelización posible de un mundo en rebeldía antitea sin denuncia profética. No la hay. La “separación de esferas” y otros recursos ontológicamente arriesgados, que permitieron temporalmente acercarse al hombre contemporáneo obviando su suelo estructural, han caducado al no verificarse las condiciones concretas que los legitimaron en su momento. Una “evangelización” adaptada al lenguaje falsamente antropocéntrico – en realidad esotérico – mostraría ya señales inequívocas de contaminación, convirtiéndose no ya en ilusoria, sino en equívoca y anticrística.
La auténtica evangelización no es otra cosa que el anuncio del amor de Jesucristo. Pero no es el anuncio de un Cristo integrador amoroso del pecado - como la New Age – sino del Jesús que, lleno de misericordia hacia el pecador, le llama al arrepentimiento. Los cristianos anunciamos expresa y necesariamente a Jesucristo crucificado, por mucho que ello escandalice a los judíos y parezca necio a los paganos (1 Cor 1, 23). Y ese anuncio lleva implícito el recordatorio del pecado, de la justicia y del juicio (Jn 16 8, 11) que son nociones insoportables para esta cultura autosuficiente (cf 2 Tm 4, 3). Por eso una pastoral centrada en la evangelización tendría que evitar por todos los medios convertir dicho concepto en piedra filosofal; en un cajón de sastre dialéctico; finalmente en un sustitutivo engañoso del ministerio profético abandonado… So pena de hacer converger las energías de la Iglesia con la misma inercia del mundo, no ya secularista sino teosófica. La nueva evangelización nunca debiera convertirse para el catolicismo comprometido en lo que Harry Potter ha sido para una infancia desprevenida.
Y todo depende de la Cruz o, lo que es lo mismo, de la conciencia práctica del momento escatológico que afrontamos. Si no se acepta que la Iglesia, en este preciso momento, está siguiendo a su Señor en el trance de su muerte (CCE, 677), si no se vive el testimonio evangélico en y desde la economía concreta del Calvario, es decir, en el espíritu de María doliente y corredentora y del abierto Sagrado Corazón; en el espíritu de caridad auténtica del discípulo amado, entonces se desvanece la esperanza luminosa de la cercana liberación. ¿De qué habríamos de ser liberados si abolimos la realidad dramática del pecado y “evangelizamos” instalados confortablemente en sus estructuras?
Si éste no fuera el momento cenital, si todos los tiempos fuesen iguales, si nuestro esfuerzo careciese de perspectiva escatológica, entonces, sería sobrecogedor leer el mapa de la actual defección eclesiástica: Las omisiones, silencios e inhibiciones de la mayor parte de las jerarquías ante la erosión de los misterios centrales de la fe. Ante la denigración pública, obscena, global y sistemática del Salvador y de la iconografía sagrada. Ante la desobediencia latente o explícita, perfectamente organizada, en todos los puntos de fricción con la “cultura” dominante… Esa realidad, tal como la muestran los hechos visibles y cuantificables resultaría deprimente. En tales condiciones, el optimismo de la eclesiología convencional sería por sí mismo prueba de una apostasía profunda.
La Cruz, por el contrario, se alza como garantía segura de nuestra esperanza. El presente Calvario eclesiástico, reconocido en toda su analógica grandeza, se comprende trance necesario para la resurrección gloriosa del Cuerpo Místico de Cristo. La Iglesia inmolada como signo de contradicción, en asociación perfecta a su Señor lleva, en sus mismas tribulaciones actuales, las semillas de un mundo próximo rescatado para la justicia y la libertad verdaderas: Su sacrificio asume el sufrimiento acumulado por el desvío de la humanidad, pagando en su carne inocente el precio pendiente y librando al género humano de la destrucción… Como hizo Jesús.
¡Qué diferencia con esa otra Iglesia homologada en el mercado! ¡Qué diferencia con esa estructura sin alma, aliada del espectáculo del mundo y entregada a su príncipe! Ésta, luz auténtica de caridad, frente aquella, revestida de apariencias y fuegos fatuos. Ésta, nutrida de obediencia a Dios, frente aquella, servil de lo esotérico. Firmeza doctrinal y disciplina moral frente a sofismas de muerte recalentados. Apologistas y mártires frente a falsos profetas y sayones del Anticristo… Oremos para que la proporción apostólica final no sea de uno fiel contra once en desbandada, como aquel día del Gólgota.