El laicismo, del que hablábamos la semana pasada, arrastra a muchos a la ruptura de la armonía entre fe y razón, de tanto alcance y consecuencias, y a pensar que sólo es racionalmente válido lo experimentable y lo mensurable, o lo susceptible de ser fabricado o construido por el ser humano. Es, por ello, que el «mal» radical del momento consiste en el deseo o pretensión de ser dueños absolutos de todo, de dirigir nuestra vida y la vida de la sociedad a nuestro gusto, solos, sin contar con Dios, como si fuésemos verdaderos creadores del mundo y de nosotros mismos: todo parece que sea obra humana y que no pueda ser más que obra humana. De ahí esa nueva antropología difundida por doquier que concibe al hombre, no como ser, como alguien, por sí mismo pensado, querido y creado por Dios, o como naturaleza y verdad que nos precede y es indisponible, sino como libertad omnímoda, o como decisión: la libertad individual viene a ser como un valor absoluto al que todos los demás tendrían que someterse; y el bien y el mal habría de ser decidido por uno mismo, o por consenso social, o por el poder que decide, o por las mayorías vencedoras.
Esto, a mi entender, constituye un drama tremendo de nuestro tiempo. Porque en tal secularización y laicismo –manifestación extrema por lo demás de cierta mentalidad ilustrada– que separa fe y razón, el hombre, se diga lo que se diga, se queda sólo en la soledad más extrema, como Prometeo o Sísifo, sin una palabra que le cuestione, sin una presencia amiga que le acompañe siempre, sumido con frecuencia en la soledad del vacío y de la nada y en la tristeza de lo finito. No podemos olvidar a este respecto que, apoyadas en similares raíces de pensamiento, determinaciones de este tipo ya se tomaron, por ejemplo, en el Tercer Reich por personas que, habiendo llegado al poder por medios democráticos, se sirvieron de él para poner en práctica los perversos programas de la terrible ideología nacionalsocialista, y que medidas análogas tomó también el partido comunista en la Unión Soviética y en los países sometidos a la ideología marxista. Y que esto no resultaría extraño que pudiera suceder también en nuestros tiempo, por vías incluso de violencia o con otros sistemas con germen totalitario interno cuando se olvida lo fundamental e imprescindible que es lo que estamos señalando, precisamente para que no vuelva a suceder cosa ni nada semejante.
Todas las corrientes de pensamiento de nuestro viejo continente, como de cualquier otra parte y lugar, y todos cuantos tienen responsabilidades sociales, culturales o políticas en el mundo, deberían considerar a qué perspectivas, sin duda negras, podría conducir la exclusión de Dios de la vida pública. Reconozcámoslo: «No es posible un Estado ateo; y no lo es en ningún caso en cuanto Estado de Derecho duradero». (J. Ratzinger). Para poder sobrevivir es necesaria una reflexión fundamental que haga caer en la cuenta de qué es lo que está en juego en toda esta temática, como tan lúcidamente viene señalando el Papa a lo largo de su riquísimo y profundo magisterio social, con tantísimo fundamento intelectual. La respuesta a cuanto nos está acaeciendo no debiera soslayar, pues, tan vital y urgente reflexión. Por lo demás, la democracia funciona si funciona la conciencia, y esta conciencia enmudece si no está orientada conforme a valores éticos fundamentales, previos a cualquier determinación, válidos y universales para todos, así como indisponibles y no sujetos a estrategias y luchas de poder y dominio, a dialécticas de fuerzas enfrentadas; valores que son conformes con la recta razón, que pueden y deben ser puestos en práctica incluso sin una explícita profesión de fe, y en el contexto de una religión no cristiana.
Qué sabias, lúcidas e iluminadoras! resultan, en estos momentos, las palabras del discurso de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona cuando afirmó que «es contrario a la razón actuar contra la naturaleza de Dios, como también es contrario a la naturaleza de Dios no actuar con la razón». Como también las del Beato Juan Pablo II en la Encíclica Centessimus Annus: «La negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona». Y quien dice «negación de Dios» o «contrario a la naturaleza de Dios», dice también «como si Él no existiera» o con una visión antropológica tan reductora como pretende una razón instrumental, o un relativismo que niega la verdad y la razón.
No deberíamos empeñarnos en construir la sociedad del futuro o encontrar las respuestas que necesitamos en la situación actual ignorando aquello que ya descubrieron los antiguos griegos y que en el cristianismo se lleva a su expresión más alta y plena: que no hay democracia ni sociedad con perspectiva de futuro sin la sujeción de todos a una Ley, y que no hay Ley que no esté fundada en la norma de lo trascendente de lo verdadero y de lo bueno; que hay algo que no puede faltar en la sociedad, y que significa un saludable límite al poder, siempre cambiable de los hombres; se trata del límite de lo que, en la recta y sabia razón para vivir dignamente y sobrevivir, no es manipulable ni sometible por el hombre, sino que reclama total y absoluto respeto. «Allá donde se quiebra este respeto, algo esencial se hunde en la sociedad». (J. Ratzinger).