La intención del reconocimiento legal del matrimonio homosexual (demandado ahora por el primer ministro David Cameron) es un hecho político que busca eliminar la identidad del verdadero matrimonio, una consecuencia de la politización que se ha hecho de la naturaleza humana con el fin de modificarla y refundarla desde la legislación. Hay que decirlo desde el principio: nunca hubo normativa alguna, en ninguna cultura, que pretendiese reconocer las uniones homosexuales como verdadero matrimonio.
La nihilista revolución francesa ya no tomó como base del orden humano la naturaleza humana, conforme a la idea de un orden natural, sino según el nuevo orden constitucional: el hombre como cuestión de derechos, modificable hasta la descomposición. Es moderno –sostenía Nicolás Gómez Dávila- lo que sea producto de un acto inicial de soberbia, lo que parezca permitirnos eludir la condición humana.
La Iglesia católica británica ha pulsado ya el botón de alarma ante el proyecto del gobierno británico de legalizar el matrimonio homosexual. Según el cardenal Keith O´Brien, se trata de “una grotesca subversión de un derecho humano universalmente aceptado”, afirmando, asimismo, que “ningún gobierno tiene la autoridad moral para desmantelar la definición universalmente reconocida del matrimonio”.
El matrimonio homosexual es un contrasentido, un error conceptual, una incoherencia de dos principios que se contraponen de un modo inaceptable, una manipulación, una mentira y una injusticia, en cuanto no respeta la gramática del lenguaje corporal entre un hombre y una mujer. No se trata de rechazar un conflicto, sino de negarlo, declarando abiertamente su falta de existencia: no existe el matrimonio homosexual. Someter la naturaleza, en lugar de reconocerla, modificar el lenguaje del amor tendrá como resultado contradecir una noción universalmente admitida, que no ha perdido ninguna vigencia.
Pero es que, además, no puede decidir la legislación el matrimonio, fundado en el sólo afecto y la satisfacción personal, en la libertad y la cultura, en el deseo como la categoría que lleva a la unión o la rápida separación. El reconocimiento del matrimonio homosexual y su equiparación con la familia es una injusticia cometida por el legislador, que no puede conceder a los homosexuales los derechos reservados a los esposos.
En su Alocución al Tribunal de la Rota Romana (21-I1999), el Papa Juan Pablo II afirmó la incongruencia de pretender atribuir una realidad conyugal a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, “la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la estructura del ser humano”, y se opone igualmente, “la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico, entre el varón y la mujer”. La idea de equiparar las relaciones homosexuales con el matrimonio en lo relativo a sus consecuencias jurídicas significaría tanto como tratar “igualmente” lo desigual, lo cual va contra el propio principio de igualdad. Tratar a los homosexuales con igualdad significa tratarlos de manera diferente que a los esposos, porque son dos realidades distintas.
Es una obviedad -que brota de la misma constitución somática y psíquica del ser humano- la alteridad hombre-mujer en orden a una vida sexual específicamente humana. La sexualidad es el fecundo lenguaje corporal del amor entre un hombre y una mujer, y tiene su lugar propio en el matrimonio, único “lugar digno” para traer al mundo un ser humano, como afirmara hace unos días Benedicto XVI.
Ya percibía con perspicacia E. Fromm que la polaridad sexual ensayaba desvanecerse, y con ella el amor erótico, fundado en dicha polaridad. Hombres y mujeres quieren ser idénticos, no iguales como polos opuestos. Según Fromm, la desviación homosexual es un fracaso en el logro de la unión polarizada, y por eso el homosexual sufre el dolor de la “separatidad” nunca resuelta; fracaso, sin embargo, que comparte con el heterosexual corriente que no puede amar.
En este horizonte, la homosexualidad se presenta como algo extraño a la naturaleza. Nadie podrá discutir que las relaciones sexuales son estériles, siendo así que en el plano biológico la sexualidad adquiere su primer sentido en la reproducción. Asimismo, la estructura del cuerpo humano no permite una verdadera unión amorosa entre dos cuerpos del mismo sexo. El intento de someter la realidad a la ideología sólo será causa de sufrimientos.
La legislación no podrá nunca destruir la naturaleza, puesto que el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer, ordenada a la procreación y educación de los hijos. Ningún parlamento tiene poder alguno sobre la realidad. Los homosexuales no pueden casarse porque no está en su poder hacerlo: no se puede hacer depender lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, de las diferentes pulsiones, de la voluntad o de los deseos de las personas.
Nadie podrá discutir tampoco la esencial contribución al bien común de la familia, una contribución que los homosexuales no están en condiciones de ofrecer. Exigir prestaciones sin dar nada a cambio es algo esencialmente injusto. Es la familia quien asegura, gracias a los hijos, el futuro incluso de las pensiones, ofreciendo una notable seguridad a sus miembros y siendo, asimismo, el lugar donde se mantiene viva la identidad de un pueblo. El mismo Estado se encuentra obligado a reconocer a la familia como célula auténtica de la sociedad, ya que no existe otra forma de vida capaz de prestar su contribución al bien común en la misma medida. Matrimonio y familia se encuentran en una mejor situación que cualquier otra fórmula de convivencia alternativa, no en razón de privilegios políticos o infundados sino precisamente en virtud de su inestimable aportación al bien de la comunidad.
Los homosexuales deberán tener todos los derechos como los demás ciudadanos, pero no por su homosexualidad, sino al margen de ella. No está en los homosexuales el poder casarse. Ninguna ley podrá hacer de una relación homosexual un matrimonio sin pervertir, al mismo tiempo, las leyes de la naturaleza en la asunción de un falso derecho a la autodeterminación.
Roberto Esteban Duque, sacerdote y profesor de Teología Moral