En un artículo clarividente titulado «Sobre tres modos católicos de ver la guerra española», publicado en 1937, Leonardo Castellani —haciendo gala, una vez más, de esa libertad intelectual que procura la fe, cuando es verdadera— empieza ofreciendo una «visión humana» de nuestra Guerra Civil, declarándose partidario de Franco: «La pura y simple humanidad del hombre le impone que, al ver dos riñendo, desee que uno gane, aunque no sea sino por amor de la paz o de las situaciones claras; y que no gane el peor». Pero a Castellani no le basta con esta mera «visión humana»; y lanza a continuación una «visión filosófica» que «considere también lo que hubo antes y lo que vendrá después, sacando consecuencias y enseñanzas». Y aquí Castellani afirma que «esta guerra tiene por lo menos una de sus raíces en la injusticia social»; y añade: «Toda esa sangre de cristianas venas (porque también marxistas españoles tienen sangre —y quizá algunos alma— de bautizados) ha sido reclamada ante Dios por una gran pirámide de pecados previos contra el pobre, de pecados contra el hermano, de pecados contra el débil, de pecados contra el niño, de pecados contra Dios. De pecados desos que dice la Escritura claman al cielo. Y no me parece imposible que en esa mole de pecados que ahora se lava en sangre estuviesen también representados algunos de los que ahora más vociferan. Este señalamiento de los pecados contra la justicia social —pecados que claman al cielo— como una de las raíces de la Guerra Civil me parece admirable, viniendo de alguien que no muestra rebozo alguno en proclamarse partidario de Franco. Pero aún Castellani ahonda más; y nos ofrece una tercera «visión teológica» de la guerra, preguntándose «por qué una parte del admirable pueblo español se puso de golpe a odiar a Dios, es decir los sacerdotes, monjas, templos, cálices, crucifijos, imágenes; las imágenes terrenas de Dios».
No basta, a juicio de Castellani, con decir que «los rusos se lo enseñaron», ni siquiera con añadir que a los rusos se lo enseñó Satán. «¿Quién soltó a Satán?», se pregunta Castellani. Y entre las causas que soltaron a Satán, Castellani menciona una enfermedad de la fe: el fariseísmo, una «esclerotización de lo religioso» o «traspaso de la mística en política», que acaba convirtiéndose en «odiosa y criminosa hipocresía, mezcla de orgullo, ambición, avaricia, mentira, impiedad y dureza, con infinidad de grados medios: aulicismo, curialismo, clericalismo, ritualismo, fachadismo o religión de aparato, ambicioncilla, intriguilla eclesiástica, etcétera». El odio al fariseísmo, nos recuerda Castellani, fue empresa personal que Cristo cargó sobre sus espaldas, a sabiendas de que le costaría la vida, sin desdeñar la invectiva —raza de víboras, sepulcros blanqueados— y la fusta; y tiene que ser empresa que prosiga la Iglesia, «poniendo la misericordia y la justicia por encima de las ceremonias», para mantener vivo el corazón de la religiosidad, para no favorecer ese odio a Dios que en los años de la Guerra Civil alcanzó cúspides de inhumanidad y bestialismo.
En este combate contra el fariseísmo la Iglesia se juega mucho; sobre todo en épocas como la nuestra, en que la injusticia social —pecado que clama al cielo— vuelve a campar por sus fueros. De esta preocupación nos dio ejemplo Juan Pablo II, con obras tan preclaras como la encíclica Laborem exercens, de cuya proclamación acaban de cumplirse treinta años. Sorprende que no se haya aprovechado este aniversario para refrescar las inequívocas enseñanzas de justicia social que en dicha encíclica se contienen; y es que el veneno sutil del fariseísmo sigue haciendo de las suyas.
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