Me pasó como un relámpago al conocer la noticia. Era una frase de las últimas páginas del libro Jesús de Nazaret de Joseph Ratzinger, aquella en que habla de esa "venida intermedia" del Señor (entre Belén y la Gloria definitiva) que adopta múltiples modalidades. Pero hay algunas, advierte el Papa, "que hacen época". Se refiere al impacto de algunas grandes figuras a través de las cuales Cristo entra de nuevo en la historia "haciendo valer de nuevo su palabra y su amor".
La noticia era la petición presentada al Arzobispo de Milán por el Presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, Don Julián Carrón, para que se abra la causa de canonización de Monseñor Luigi Giussani. Hacía exactamente siete años de su fallecimiento, que providencialmente coincidió con la fiesta de la Cátedra de San Pedro, que él consideraba como lugar de la última paz para todo fiel cristiano. También para él, cuya aventura no le ahorró travesías agitadas en los mares de la Iglesia de su tiempo.
Creo estar seguro de que no es pasión de hijo. Fue Benedicto XVI en el inolvidable encuentro con cincuenta mil miembros de CL en la Plaza de San Pedro quien sintetizó de este modo la obra de Don Giussani: "El Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia, a través de él, un Movimiento, el vuestro, que testimoniara la belleza de ser cristianos en una época en la que iba difundiéndose la opinión de que vivir el cristianismo era algo arduo y agobiante... trabajó entonces por volver a despertar en los jóvenes el amor a Cristo, "camino, verdad y vida", repitiendo que sólo Él es el camino hacia la realización de los deseos más profundos del corazón del hombre, y que Cristo no nos salva prescindiendo de nuestra humanidad, sino a través de ella".
Es el mismo Papa que acaba de hablarnos del cansancio de la fe como una plaga en occidente, una plaga que pocos veían en los lejanos años cincuenta cuando un joven sacerdote lombardo decidió abandonar su carrera teológica para dedicarse a educar a aquellos jóvenes que habían perdido ya, en gran medida, las razones de su fe cristiana. Era la misma generación que una década después se entregó a la persuasión del 68 haciendo que la ideología expropiara al cristianismo la categoría de la esperanza, alzándose con sus promesas de cambio tan pronto fracasadas.
Como recordaba hace poco Don Máximo Camisasca, uno de los primeros, don Giussani fue sobre todo un genio de la educación. "Tomó de la mano a miles de chavales llevándoles a descubrir la conveniencia humana de la fe, cosa que muchos daban por descontado o ya no conocían. Su método consistía en mostrar la racionalidad de la fe a través de una implicación personal: nos llevaba a la montaña, nos hablaba de las lecturas que más le habían marcado, nos hacía escuchar la música que le había fascinado en sus años del seminario... así, todo se convertía para nosotros en un camino hacia Dios porque lo había sido y lo era en primer lugar para él". Y así se convirtió en generador de un pueblo. ¿Cómo no recordar ese pasaje del Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año, que al leerlo te hace levantar como un resorte para decir ¡ése era Don Giussani!: "los testigos auténticos, y no simples dispensadores de reglas o informaciones, son más necesarios que nunca; testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino que propone".
Puede que yo exagere (¿verdaderamente lo hago?, creo que no) cuando digo que con la irrupción del carisma regalado a la Iglesia y al mundo a través de su humanidad, el Espíritu hizo época. Pero es el gran maestro H.U. von Balthasar quien me tomó la delantera al escribir una vez: "que mi pequeña obra florezca a la sombra de la suya, inmensa". Frente al sentimiento difuso de que el cristianismo es un fardo pesado él permitió a los suyos hacer experiencia de que la fe es el culmen de la razón y la plenitud de la libertad. Mientras tantos se replegaban en los contornos amurallados para defender los últimos valores cristianos él nos invitaba a vivir la fe al aire libre, haciendo visible la comunión cristiana en todos los ambientes. Y mientras el discurso cristiano se hacía más y más incapaz de interpelar a un mundo en permanente revuelta, él nos enseñaba a mirar el corazón del hombre siempre sediento y deseoso del Infinito, nos invitaba a no temer esa sed ni ese deseo, a salir a su encuentro porque justamente ahí Cristo desvela toda su potencia de salvación de lo humano. Y así ha crecido una trama de amistad y de obras, como un tejido de vida verdaderamente humana en medio del violento anonimato de esta sociedad global.
Ahora la madre Iglesia, en cuyo regazo creció, gozó y amó, escrutará cada renglón y cada recodo de su peripecia humana, como debe ser. Nosotros, sus hijos, esperamos tranquilos, contagiados de esa fiebre de vida, de ese torrente de caridad que él quería que transmitiéramos a la gente-gente, a los que pueblan con su corazón confuso y sediento, nuestras calles y plazas. Su palabra y su vida pertenecen ya por entero a la gran historia de la Iglesia, y riegan sus terrones mucho más allá del límite visible del movimiento que fundó.
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