Con frecuencia aparece en la opinión pública la imagen de una Iglesia en retirada o en caída libre, pero hay que decir, haciéndose eco de la verdad y la realidad, que la Iglesia está viva y que la Iglesia es joven. Lleva en sí misma el futuro del mundo y por ello muestra el camino hacia el futuro.
Ese futuro y ese camino no es otro que Jesucristo. La Iglesia, en efecto, está viva y lo podemos apreciar en manifestaciones como las Jornadas Mundiales de la Juventud, en el último sínodo de los obispos, en su gran despliegue en favor de los más desheredados de la tierra, en la fuerza de movimientos eclesiales de evangelización. En tantas cosas podemos experimentarla con mirada de fe desde dentro –que es lo más realista–. con una gran fuerza, llena de juventud porque Jesucristo que vive en ella está vivo, así de sencillo y de claro. Podemos decir con toda verdad y sin ninguna arrogancia que los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI nos dejaron una Iglesia más llena de audacia y valentía, más libre, y más joven, que mira al pasado con serenidad, y que como estamos viendo y palpando lo está prosiguiendo, con todo vigor acrecentado, el Papa Francisco.
¿Por qué no poder decir lo mismo de la Iglesia en España si vivimos en comunión con ella? Se está observando en muchas cosas un nuevo renacer, no espectacular pero verdadero y esperanzador. Ahí tenemos cómo se está viviendo en tantas partes la adoración eucarística permanente, el crecimiento y consolidación de Cáritas, la sensibilización hacia los refugiados, el crecimiento de grupos de jóvenes con un nuevo estilo de vida en este mundo tan secularizado. O los millones de cristianos que han alzado su voz o su testimonio silencioso para afirmar el valor de la verdad, la libertad, la alegría, con que muchos viven su fe a la luz pública. El testimonio de tanta gente sencilla y enfermos que viven la fe en grado heroico, la recuperación de la oración y la estima por la vida interior, el afán evangelizador.
Podemos decir con toda razón que se avecina una gran primavera de la Iglesia, un gran Pentecostés en medio de no pocas dificultades internas y externas. Creo que es la gran hora de la Iglesia, la hora de Dios, de la esperanza. Cierto que no faltan sombras, se aprecian ciertas divisiones, una fuerte secularización en el interior de la misma Iglesia, algunos problemas doctrinales, ciertos miedos a vivir la fe católica en toda su originalidad. No se pueden ocultar debilidades y miserias en los hombres que formamos la Iglesia; ya se sabe, mientras peregrinemos en la historia siempre crecerán juntos el trigo y la cizaña en el campo de la Iglesia.
Estamos, pues, ante una Iglesia necesitada de la misericordia y paciencia del Señor, de purificación y de renovación interior, inseparable de volver de nuevo al Vaticano II. Diría que soy un hombre de esperanza en situaciones no fáciles, porque la esperanza es muy realista, y no se me ocultan ni los problemas ni la gran realidad que celebramos en la pasada Navidad: ha venido al mundo el Hijo y para siempre es Dios-con-nosotros, que no deja al hombre en la estacada.
España tiene una gran historia, con profundas raíces cristianas que, repito, no se pueden eliminar. Confío en nuestra cultura enraizada en su identidad y en sus capacidades para crear un nuevo futuro. Junto a esto no puedo dejar aspectos preocupantes como el empeño por un laicismo ideológico que reduce a Dios a la esfera de lo privado y conlleva la erradicación de nuestras raíces cristianas; la quiebra moral y el relativismo ético generalizado donde ya no se sabe qué es bueno y qué es malo; la desfiguración del Derecho: se crean derechos inexistentes o se los «interpreta» desvirtuando su verdad con el paso acelerado de algunos poderes hacia la dictadura del relativismo.
¿Cómo no ver reflejado todo esto en esa realidad tan cruel y abominable de miles de abortos legales al año o de más de un millón desde su legalización? Asesinatos de seres humanos inocentes, débiles e indefensos, que no se pueden justificar, so pena de invertirlo todo: la Ley, el Derecho, la medicina… «Crimen abominable», lo llamó el Concilio Vaticano II, y como «el mal más grave de toda la historia de la humanidad», lo calificó el admirado don Julián Marías. Me preocupa la familia, tan poco protegida, cuando no desfigurada, por la legislación. Comparto también con muchos la preocupación por la estabilidad del actual sistema constitucional por el que nos regimos. Persiste la amenaza de grupos yihadistas. Vivo con sufrimiento la exclusión sistemática de casi media España en decisiones muy importantes para nuestro futuro. No puedo dejar de referirme al amplísimo mundo de la inmigración, que se nos presenta como un reto al que hay que dar respuesta. Es grave el intento manifiesto –espero que no se logre jamás– de imponer un pensamiento único a toda la sociedad, particularmente a través del sistema educativo, que se aleja del espíritu del respeto a los derechos y libertades de los padres, y de los niños y jóvenes.
¿Un panorama sombrío? No; simplemente preocupante, que llama a la responsabilidad de todos, también de la Iglesia.
Publicado en La Razón el 16 de enero de 2019.