En estos días algunos medios están poniendo el foco de su atención en las revueltas y manifestaciones en Valencia. Algunos hablan, con osadía y creo que poco rigor histórico, de “la primavera de Valencia”. Otros, en cambio, pasan de puntillas ante esta información, dando algunos datos y escaseando en el análisis. El exceso de unos por la escasez de los otros, para que el ciudadano medio, que tiene que picotear aquí y allá, se forme una idea de conjunto. ¿Tenemos este tipo de ciudadanos medios? Dejo la pregunta en el aire.
Como siempre ante estos acontecimientos, constatamos las habituales guerras de cifras, en las que parece recurrirse al axioma matemático de que el cero no tiene valor (de unos datos a otros hay un cero de diferencia, más o menos). Se nos olvida que el cero cambia de valor según su peso, o sea, según su posición. Más allá de la guerra de cifras, de la guerra de palabras y las solicitudes de dimisión de toda la cúpula como solución para todo, subyace el duo sagrado del siglo XXI, ya muy presente en el siglo anterior. Dos palabras que justifican y explican todo: Derecho y libertad.
Todos exigimos a ultranza nuestros derechos, el Sagrado Dios Derecho: derecho a la educación, derecho a protestar, derecho al trabajo, derecho a la vivienda, derecho a que los bancos no nos pisoteen, derecho incluso a interrumpir voluntariamente un embarazo (no olvidemos que interrumpir es terminar, cortar, finalizar de modo abrupto). Estamos en la sociedad del derecho, pero este principio es un personaje siamés, que comparte corazón y cerebro con su hermano, el eterno olvidado: el deber. No hay derechos sin deberes, igual que no hay deberes sin derechos. Una cosa es grande si otra es pequeña; una persona es alta si otra es baja.
Los manifestantes esgrimen el derecho a protestar públicamente ante una injusticia. ¿Y el derecho del ciudadano de a pie a hacer uso de la vía pública?b ¿El derecho del policía a cumplir su deber de salvaguardar el orden público y la seguridad de todos? Parecemos inmersos en una guerra de derechos, el constante conflicto de mis derechos contra los derechos del otro. ¿No será que estamos trayendo y llevando de aquí para allá a uno de los siameses, el que más nos conviene, mientras el otro sufre arrastrado de aquí para allá, pegado incómodamente a su hermano?
El hombre, ser racional y por tanto pensante, tiene varios medios para solucionar estos conflictos. El primero, a mi juicio, pasa por restaurar la importancia del siamés olvidado, del deber. Antes de exigir desgarradamente nuestros derechos, cumplamos honestamente nuestros deberes, el deber del respeto, del trabajo, de la colaboración, de la responsabilidad, de vivir en verdad.
Y en segundo lugar, usemos la verbalización de eso que pensamos, la palabra. “Hablando se entiende la gente”, se decía antiguamente. Y ese refrán, por más años que han pasado, sigue siendo verdad. El diálogo es la base para construir una sociedad, pero un dialogo construido sobre el cimiento de la verdad. Las palabras huecas no llegan a aninguna parte, y las palabras sin voluntad de acuerdo tampoco.