Afortunadamente, la mayor parte de las parejas ven una relación íntima entre su amor y la donación de vida a sus hijos. Por razón del bien de éstos es necesario postular como exigencia moral el ámbito del matrimonio y de la familia como lugar adecuado para la procreación y educación posterior. La transmisión de la vida debe hacerse en un contexto de amor interpersonal, para lo que hay que proteger la célula familiar, pues no se puede afirmar que cualquier individuo en cualquier estado (soltería, celibato, pareja homosexual, viudez) tiene derecho a la procreación. Y ello por la relación que hay entre donación conyugal, transmisión de la vida humana y el bien del hijo, bien cuya realización plena acaece normalmente en el matrimonio, porque ningún otro tipo de relación es capaz de reemplazar convenientemente el ambiente, la estabilidad y la seguridad que un buen matrimonio y, en consecuencia, una buena familia proporciona al niño.
Los padres tienen la gran misión de ir forjando el clima familiar adecuado de paz y alegría en el que se despierta y desarrolla la personalidad del niño y donde han de realizarse sus primeras experiencias educativas. La unidad que ambos padres construyen cada día, reforzada por la vivencia de los valores evangélicos, es una fuerte referencia educativa para los hijos. Es en el hogar donde se aprende a vivir verdaderamente las virtudes cristianas. La tarea de hacer de cada niño una persona es una de las tareas más grandes que el ser humano puede hacer. Por ello los padres no deben olvidar que los problemas del hogar son también asunto de los hijos y, a medida que vayan madurando, deben hacerles partícipes de los asuntos de la familia. Escuchar a los hijos es transmitirles que son importantes y que merecen que se les tome en serio, lo que significa darles confianza y seguridad afectiva. La familia tiene también la función educadora de enseñar en qué consiste la verdadera sexualidad y el auténtico amor. Más que conocimientos especializados o lenguajes técnicos, lo que los padres deben aportar es un diálogo abierto y continuo, con una comunicación que permita expresarse a los hijos y hablar de sus cosas, para así conocerles y acompañarles en su crecimiento. La familia imparte lecciones implícitas y explícitas sobre normas culturales, morales y religiosas.
La educación supone ponerse a disposición de los hijos dedicándoles el tiempo y la dedicación que necesiten y ha de poner a éstos en condiciones de poderse desarrollar en todas sus dimensiones (la física, la afectiva, la intelectual, la religiosa, la cultural, la familiar, la lúdica, la social), en el ejercicio de sus derechos inalienables y en el cumplimiento de sus deberes fundamentales. Es necesario hablar con los hijos, pero antes los propios padres deben aunar sus criterios dialogando mucho sobre sus hijos. No deben olvidar el hablarles de Dios, aunque aún es más importante hablar a Dios de los hijos. Por ello es un grave problema que crea un serio vacío afectivo, cuando los padres no disponen de ese tiempo del que sus hijos necesitan, aunque sea porque están con un trabajo excesivo que les lleva muchas horas y les hace llegar a casa agotados y sin humor para relacionarse con ellos, por lo que crecen prácticamente huérfanos por falta de escucha y diálogo, situación ésta que se da más frecuentemente en el padre, aunque también la madre debe hacer agradable la vida de la casa, con su generosidad, alegría y dulzura. Su intentar comprender a sus hijos debe suponer por su parte una actitud apacible, luminosa y serena frente a los problemas, las confusiones y los conflictos a través de los cuales los hijos tratan de conocerse y realizarse, con una atención cálida, pero con valor para saber decir la verdad, sintiéndose padres y no simples amigos que dicen lo que los hijos desean oír, corrigiéndoles asimismo en aquellas actitudes que impliquen una desviación de sus derechos y deberes fundamentales, es decir, no han de dejarse llevar por un cómodo permisivismo.
Los hijos, por su parte, no deben olvidar que deben a los padres el don de la vida y las virtudes que configuran su vida humana y cristiana. Necesitan también tener conciencia clara que es en la familia donde no están solos y se les quiere, con un amor gratuito e incluso a veces inmerecido, siendo también el lugar primario del aprendizaje de la buena voluntad, del saber compartir, de la renuncia de uno mismo para poder darse por amor. Son los valores familiares los que les protegen de los peligros de la calle, del vandalismo y de la droga, y lo que les ayuda a motivarse en el estudio y en la ética del trabajo.
Pero la familia no educa solamente a los hijos. Educa también a los padres. Muchos de ellos son conscientes de sus carencias, e intentan formarse en cómo educar a sus hijos. Cuando unos padres renuncian a educar ejemplarmente a sus hijos, pensando por ejemplo que el educar en valores corresponde a las escuelas o colegios, es una catástrofe no sólo para los hijos, sino también para esos padres irresponsables. Ejercer de esposos y padres no sólo da grandes satisfacciones, junto a indiscutibles disgustos, sino que es un camino apasionante de maduración y verdadera realización. El nexo indisoluble del matrimonio crea un espacio donde se desenvuelve la vida, que puede ser enriquecido hasta el extremo por la mutua fidelidad, la entrega recíproca, el ejercicio multiforme del amor conyugal. La presencia de los hijos y el vínculo que los liga a los padres, hace que también éstos crezcan en la capacidad de entrega.