El 16 de julio de 1963, apenas un mes después de haber sido elegido Papa, Pablo VI pidió opinión a los cardenales de la Congregación para Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios para seguir con la vía del diálogo con los países comunistas de Europa Oriental iniciada por su antecesor Juan XXIII. La respuesta de los purpurados fue positiva y por unanimidad. Era el acta de nacimiento de la Ostpolitik vaticana, cuyo objetivo principal, al margen del posicionamiento de la Santa Sede en el escenario geopolítico del momento, consistía en llegar a pequeños acuerdos con aquellos regímenes para garantizar una mínima libertad de culto a los católicos. No se trataba de claudicar ante el comunismo, pero sí de adoptar una actitud pragmática no exenta de episodios dolorosos.

Pablo VI designó como arquitecto de esta estrategia al diplomático Agostino Casaroli. Su misión fue definida por el cardenal Jean Villot, secretario de Estado entre 1969 y 1979: «No busca un modus vivendi, sino un modus non moriendi, es decir, medios para no morir».  Casaroli lo pudo comprobar de modo especial en Checoslovaquia, cuyo régimen mantenía encarcelado desde 1949 al arzobispo de Praga, monseñor Jozsef Beran. Precisamente, Casaroli se reunió con él durante el primero de sus viajes al país centroeuropeo topándose con un arzobispo desprovisto de rencor pero con la voluntad indómita.

El caso Beran se resolvió con la salida del arzobispo del país al tiempo que se le premiaba con un birrete cardenalicio. ¿Qué cedió a cambio el régimen checo? Poco o casi nada: seguía presionando a la Santa Sede para que admitiera a sacerdotes afines y una homilía de Beran en Asís en 1965 así como dos duros discursos de prelados en sede conciliar sobre la falta de libertad religiosa motivaron una dura protesta (solemnizada con un improvisado viaje a Roma) de Karel Hruza, el duro interlocutor checoslovaco de Casaroli. Roma no cedió: Pablo VI reaccionó negándose a nombrar a un obispo simpatizante del régimen. La consecuencia fue la ruptura de las negociaciones.

De ahí que la apertura iniciada a principios de 1968 por la Primavera de Praga fuese acogida con regocijo por Pablo VI y el ya arzobispo Casaroli. Motivos tenían, pues en unos meses lograron lo que pedían desde hace años. De entrada, los nuevos dirigentes relevaron a Hruza, que fue sustituido por la alta funcionaria Erika Kadlecova, fueron rehabilitados siete obispos –tres de los cuales retomaron el control inmediato de sus diócesis–, se suprimió el numerus clausus en los seminarios (palanca de la dictadura para controlarlos) y se relajó notablemente la vigilancia policial de la actividad eclesial, lo que resultó, entre otras cosas, en un reverdecer de la prensa católica. El Gobierno o encabezado por Alexander Dubcek acordó, asimismo, garantizar las necesidades económicas de la Iglesia, legalizar la Iglesia de rito greco-católico y otorgar un nuevo estatuto a Cáritas.

Las satisfacciones duraron poco: hasta el aplastamiento, en agosto de 1968, de la Primavera por parte de los tanques soviéticos. La normalización impuesta por Moscú supuso la anulación de los logros y Hruza volvió a ocupar su cargo. El dilema para la diplomacia vaticana era intrincado. Pablo VI y Casaroli lo resolvieron con una táctica plasmada en el título de las memorias de este último: el martirio de la paciencia. Dos años tardaron las autoridades de Praga en volver a la mesa de negociaciones; y fueron necesarios otros tres para que aceptasen la ordenación de cuatro obispos no precisamente opositores. Hubo que esperar hasta 1988 (un año antes del desmoronamiento del comunismo en Europa Oriental) para que Juan Pablo II pudiera cubrir libremente una vacante en el episcopado checoslovaco.

¿Humillación o realismo? Ambas cosas. Los protagonistas, empezando por Casaroli, admitieron que el método de la Ostpolitik no dio, en Checoslovaquia, los frutos esperados. Más severo se mostró su mano derecha, el arzobispo eslovaco Jan Bukovski, que empieza su libro de memorias con un ejercicio de autocrítica, admitiendo que el régimen siempre llevó la voz cantante en las negociaciones. Y sin embargo, los hechos han demostrado que el comportamiento algo pasivo y blando de Roma logró a largo plazo lo que pretendía: Dios escribe recto con renglones torcidos. También en materia diplomática.

Publicado en Alfa y Omega.