Pecar de sentimentalismo es la incapacidad para dirigir moralmente nuestros sentimientos, secuestrados ante el mejor postor. Decía el padre Werenfried Van Straaten, fundador de Ayuda a la Iglesia Necesitada, que ser cristiano implicaba tener el corazón en el cielo y los pies en el suelo. La luz cegadora del sentimentalismo provoca exactamente el comportamiento antitético: un corazón mundano y los pies por las nubes. También nos recordaba que gracias al Evangelio, los sacramentos y los consejos de la Iglesia los cristianos saben mejor que otros distinguir entre el bien y el mal.
Hace ya más de una semana se jugó la final femenina de uno de los torneos más importantes del circuito tenístico: el Abierto de Estados Unidos. Serena Williams tuvo un tórrido mal perder y se enfrascó en una guerra dialéctica con el árbitro, que tuvo su post-partido acusando al juez de silla de machismo y de sexismo: la serenata de moda.
Al parecer nadie se dio cuenta de que se estaba librando otro partido más importante. Como de costumbre, lo más importante no es lo que pasa a nuestro alrededor, sino lo que pasa desapercibido. A veces una tormenta es mucho menos peligrosa que un sol de justicia cándido en apariencia.
La campeona del torneo, Naomi Osaka, protagonizó un hecho insólito en la entrega de trofeos: pidió perdón a su oponente por haber ganado. Un despropósito que realmente era mucho más que un despropósito. ¿Quizá un propósito inducido? ¿O tal vez un despropósito sin propósito? No existe ningún sentido del bien y de la cabalidad que indique la necesidad de pedir perdón por haber ganado un partido. En el mejor de los casos se puede mostrar empatía con el perdedor y felicitarle por haber jugado un gran partido o reconocerle que mereció ganar. Es el sentido del bien, mal llamado (y secuestrado) por los nuevos civilizadores “sentido común”, el que avisa a la conciencia de la necesidad de pedir perdón a la víctima de una ofensa, y ganar una final en buena lid no lo es. Un público completamente entregado a la jugadora norteamericana presionaba a la tenista nipona, y entre eso y el numerito victimista de Serena Williams, su oponente no pudo soportar la emoción y pidió disculpas al público por haberles estropeado la fiesta.
Pero la verdadera víctima de la noche no fue la señora Williams, no fue el gentío que quiso llevarla en volandas hacia la victoria, fue una chica profundamente desorientada por una mezcla de sentimentalismo y sumisión al plebeyismo circense, tan dado a regalar invitaciones a la gravedad de conciencia cada vez que no se cumplen sus demenciales apetencias. Semejante desvarío, bajo el juicio cristiano, no hubiera tenido jamás (valga la expresión) un pase. Un pecador de pedigrí, de esos que pintan las calles de rojo antes de acudir al confesionario, hubiera quedado ojiplático.
Comprobar cómo los medios canallescos de siempre daban su bendición a la prosternación de la tenista nipona fue ya el colmo. En ningún acta ni palmarés quedará reflejado que el partido lo perdió el sentido del bien y lo ganó un sentimentalismo errabundo al servicio del pecado. Mientras la Revelación divina conduzca nuestras conciencias y nos defienda de las trampas que nos tiende la propia debilidad, estaremos a salvo de los emotivistas incendiarios que pervierten la moral creando un sentimiento huérfano de razón. De lo contrario, estamos condenados a pecar de sentimentalismo. Recuerden las palabras de ese ilustre siervo de Dios, el padre Werenfried: “Pies en el suelo, corazón en el cielo”.